En los días de labor del llamado “tiempo ordinario” vamos leyendo de continuo diversos libros bíblicos, excepto cuando alguna fiesta especial, como sucedió ayer, nos obliga a interrumpir para luego reanudar. Desde que pasó el tiempo de Navidad venimos leyendo los libros de Samuel y de los Reyes, cuatro libros que en realidad son uno; se detienen sobre todo en las figuras de David y Salomón. Y la lectura evangélica la venimos tomando de Marcos. Frecuentemente poco o nada tienen que ver entre sí la primera lectura y el evangelio; pero hoy contienen una interesante coincidencia: la llamada a detenerse, escuchar y contemplar, para luego poder dar.
Somos muchos en la Iglesia los que tenemos algún ministerio, alguna encomienda: desde los ordenados obispos o presbíteros, hasta los catequistas, o los padres y abuelos de familia con unos niños o adolescentes que orientar. A veces hasta la inclusión en un grupo de amigos puede ser un “discreto púlpito” donde transmitir criterios, creencias, sensibilidad… En la época de Salomón no vigía la “separación de poderes” formulada mucho después por Montesquieu; el rey tenía que hacerlo todo. Y Salomón –¡sabio de antemano!- comprendió que lo que más necesitaba era aprender, y aprender no solo intelectualmente, sino con el corazón: necesitaba “un corazón dócil”, un corazón que se dejase guiar. El siervo de Yahvé tenía el encargo de “decir al abatido una palabra de aliento”, y para ello el Señor le despertaba el oído cada mañana, “para que escuche como los iniciados” (Is 50,4). ¿Cuánto tiempo dedicamos a la escucha, a ejercitar la “docilidad de corazón” los que estamos llamados a ofrecer alguna palabra de orientación?
Jesús hace ese mismo ejercicio con sus colaboradores. Según la secuencia de Marcos, después de haber realizado ellos un viaje misionero deben recogerse en “un sitio tranquilo y apartado”, no solo para descansar, sino para “hacer acopio”, para no volverse testigos vacíos. Jesús lo hizo muchas veces; según Mc 3,35, tras una jornada agotadora en Cafarnaúm, predicando y curando sufrientes, “muy temprano salió y marchó a un lugar desierto y allí oraba”. En el pasaje de hoy, Jesús hace el intento de retirarse un poco, pero solo tuvo de tranquilidad la travesía del lago, pues eran tantos los que iban y venían…
Se cuenta del cardenal Lercaro, muy conocido en la época del Vaticano II y fallecido en 1976, que, predicando ejercicios espirituales a un grupo numeroso de sacerdotes, les decía que debían hacer al menos dos horas diarias de oración. Uno de los participantes le puso como objeción que estaba al cargo de cuatro parroquias y no disponía de tanto tiempo; como demostración fue exponiendo la actividad (catequesis a diversos grupos y niveles, establecimientos de caridad, etc…). Al hacerse a la idea de tal volumen de trabajo, el cardenal le respondió: “evidentemente Usted no puede hacer dos horas diarias de oración, Usted necesita por lo menos cuatro”. Salomón habría dicho: para afrontar más problemas en el pueblo y ayudarlo en su solución, necesito imperiosamente dedicar mucho tiempo a la “docilidad de corazón».