Reflexión Domingo 10 de noviembre
Lectura del santo evangelio según san Marcos (12,38-44):
En aquel tiempo, entre lo que enseñaba Jesús a la gente, dijo: «¡Cuidado con los escribas! Les encanta pasearse con amplio ropaje y que les hagan reverencias en la plaza, buscan los asientos de honor en las sinagogas y los primeros puestos en los banquetes; y devoran los bienes de las viudas, con pretexto de largos rezos. Éstos recibirán una sentencia más rigurosa.»
Estando Jesús sentado enfrente del arca de las ofrendas, observaba a la gente que iba echando dinero; muchos ricos echaban en cantidad; se acercó una viuda pobre y echó dos reales.
Llamando a sus discípulos, les dijo: «Os aseguro que esa pobre viuda ha echado en el arca de las ofrendas más que nadie. Porque los demás han echado de lo que les sobra, pero ésta, que pasa necesidad, ha echado todo lo que tenía para vivir.»
Palabra del Señor
Reflexión
La Palabra de Dios hoy nos invita a vivir en la confianza en Dios, que mantiene su fidelidad perpetuamente (cf. Sal 145).
La escena del Evangelio es conmovedora. En profundo contras-te con la imagen que presentan los maestros de la ley, una pobre viuda se acerca al cepillo del templo y ofrece el mejor ejemplo de lo que debe ser la verdadera religiosidad. A ella es a quien los discípulos estamos llamados a imitar. Sus dos pequeñas monedas llevan el sello de esa donación total que exige el primer mandamiento y que re-clama todo verdadero acto de culto: el Señor, nuestro Dios, es el único Señor: amarás al Señor, tu Dios, con todo tu corazón.
El encuentro con Dios no se consigue a través de unos ritos ex-ternos, más o menos llamativos, sino a través de esos gestos sencillos y silenciosos, que pueden incluso pasar desapercibidos, pero en los cuales entrega el hombre todas sus seguridades para abandonarse por completo en las manos de Dios.
Lo que cuenta es un corazón generoso, desprendido y confiado en la acción de Dios, ya que Dios no se fija tanto en lo que damos, cuanto en lo que reservamos para nosotros. Nadie dio tanto como la que no reservó nada para sí.
La verdadera piedad es una entrega a Dios, un ponerse por completo a su disposición, dejarte llevar por el Espíritu Santo, sin resistencias, sin reservas ni condiciones. La viuda lo entregó todo a Dios y, con ello, se entregó a sí misma.
La misma generosidad tiene la viuda de Sarepta en la primera lectura. A petición del profeta Elías, le da a comer el último pan que tenía para ella y para su hijo. Su fe había sido puesta a prueba: debía dárselo a riesgo de morir de hambre con su hijo. Ese pedazo de pan que se le pe-día era su todo. Y dio ese todo. El “amarás a tu prójimo como a ti mismo” debía cumplirlo al pie de la letra. Su generosidad total fue su alimento y su vida. Y así, la orza de harina no se vació ni la alcuza de aceite se agotó.
La adoración a Dios consiste en la ofrenda total de uno mismo.
Uno de los signos de vivir en el Espíritu es la generosidad. Generosidad para con Dios y para con los hermanos. Porque ha descubierto que todo es don, todo es gracia y que se es más feliz al dar que al recibir (cf. Hch 20, 35).
¡Ven, Espíritu Santo!