Reflexión Jueves 28 de marzo. JUEVES SANTO
Lectura del santo evangelio según san Juan (13,1-15)
Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado la hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo. Estaban cenando, ya el diablo le había metido en la cabeza a Judas Iscariote, el de Simón, que lo entregara, y Jesús, sabiendo que el Padre había puesto todo en sus manos, que venía de Dios y a Dios volvía, se levanta de la cena, se quita el manto y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido.
Llegó a Simón Pedro, y éste le dijo: «Señor, ¿lavarme los pies tú a mí?»
Jesús le replicó: «Lo que yo hago tú no lo entiendes ahora, pero lo comprenderás más tarde.»
Pedro le dijo: «No me lavarás los pies jamás.»
Jesús le contestó: «Si no te lavo, no tienes nada que ver conmigo.»
Simón Pedro le dijo: «Señor, no sólo los pies, sino también las manos y la cabeza.»
Jesús le dijo: «Uno que se ha bañado no necesita lavarse más que los pies, porque todo él está limpio. También vosotros estáis limpios, aunque no todos.»
Porque sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: «No todos estáis limpios.» Cuando acabó de lavarles los pies, tomó el manto, se lo puso otra vez y les dijo: «¿Comprendéis lo que he hecho con vosotros? Vosotros me llamáis «el Maestro» y «el Señor», y decís bien, porque lo soy. Pues si yo, el Maestro y el Señor, os he lavado los pies, también vosotros debéis lavaros los pies unos a otros; os he dado ejemplo para que lo que yo he hecho con vosotros, vosotros también lo hagáis.»
Reflexión
«Antes de la fiesta de la Pascua, sabiendo Jesús que había llegado su hora de pasar de este mundo al Padre, habiendo amado a los suyos que estaban en el mundo, los amó hasta el extremo» (Jn 13, 1). Con esta solemne frase comienza la narración de la Última Cena el evangelista Juan, sintetizando toda la vida de Jesús en el verbo “amar” y subrayando que no es posible amar más de lo que él lo ha hecho.
A continuación Juan inserta un largo discurso a modo de testamento por parte de Jesús a sus discípulos, formado no sólo por palabras sino también por gestos. Me centraré en aquellos dos gestos que cobran una especial relevancia en esta celebración.
– El primero es la fracción del pan. Los israelitas piadosos siempre comenzaban la comida bendiciendo el pan. Este no podía ser comido hasta que el cabeza de familia lo tomaba entre las manos, lo partía y lo compartía con el resto de los comensales.
Desde niño Jesús ha observado y más tarde ha presidido él mismo este rito cada día. Pero durante la Última Cena Él le ha dado a ese gesto un significado nuevo: «En la noche en que iba a ser entregado, tomó pan y, pronunciando la acción de gracias, lo partió y dijo: “Esto es mi cuerpo, que se entrega por vosotros. Haced esto en memoria mía”» (1Co 11, 23s).
Desde su nacimiento en el pesebre hasta su entrega en la cruz, toda la vida de Jesús es un don de sí a través del anonadamiento humilde. Ahora, en el momento final, Él se nos da como alimento bajo las sencillas especies del pan y del vino para poder saciar el hambre de Dios, de sentido, felicidad y amor que anida en el corazón del ser humano.
Jesús pide ser comido, mientras que en este mundo los hombres nos empeñamos en “comernos a los otros”; en imponernos a los demás y competir por acaparar bienes; una carrera que todavía no ha hecho realmente feliz a nadie, pero que nos empeñamos en seguir corriendo.
Jesús, en cambio, se ha puesto sobre la mesa del altar bajo un pedazo de pan y una copa de vino invitándonos a compartir con Él una propuesta de vida diferente. Acercarme al altar a recibirlo en comunión es algo serio: significa unirme a Jesús y aceptar su singular propuesta de amor al prójimo; significa aceptar el intento de ser también yo alimento para los demás.
– El segundo de los gestos importantes que acontece en la Última Cena es el lavatorio de los pies. Lo representaremos a continuación y está íntimamente ligado a lo que acabamos de explicar.
Para que sus discípulos no tuvieran dudas acerca del mensaje que estaba transmitiéndoles con la institución de la eucaristía en la fracción del pan, Jesús «se levanta de la cena, se quita el manto (túnica) y, tomando una toalla, se la ciñe; luego echa agua en la jofaina y se pone a lavarles los pies a los discípulos, secándoselos con la toalla que se había ceñido».
La escena es desconcertante. Basta con imaginar lo que podría pensar alguien con poca formación cristiana que entrara en la iglesia dentro de unos pocos minutos y me viera hacer a mí eso mismo. Imaginemos lo que significó para los apóstoles ver a Aquel al que ellos reconocían como el Mesías asumir una acción servil y humillante propia de esclavos: lavar la parte más sucia del cuerpo de una persona (tened presente que caminaban con sandalias). Jesús les está revelando un rostro del Mesías difícil de aceptar, tal y como la reacción de Pedro manifiesta: «No me lavarás los pies jamás».
Lo cierto es que también es difícil de aceptar para nosotros. Por eso, necesitamos escuchar cada año la respuesta de Jesús a Pedro: «Si no te lavo (si no aceptas este camino de vida), no tienes parte conmigo». Ojalá nosotros, cuando nos acerquemos a recibir a Cristo en la comunión, le podamos responder con sinceridad en nuestro corazón: «Señor, no solo los pies, sino también las manos y la cabeza», para que aprenda a lavar yo a los demás. Así sea.