Reflexión sábado 4 de octubre
Lectura del santo evangelio según san Lucas (10,17-24):
En aquel tiempo, los setenta y dos volvieron muy contentos y dijeron a Jesús: «Señor, hasta los demonios se nos someten en tu nombre.»
Él les contestó: «Veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Mirad: os he dado potestad para pisotear serpientes y escorpiones y todo el ejército del enemigo. Y no os hará daño alguno. Sin embargo, no estéis alegres porque se os someten los espíritus; estad alegres porque vuestros nombres están inscritos en el cielo.»
En aquel momento, lleno de la alegría del Espíritu Santo, exclamó: «Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien. Todo me lo ha entregado mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo, sino el Padre; ni quién es el Padre, sino el Hijo, y aquel a quien el Hijo se lo quiere revelar.»
Y volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte: «¡Dichosos los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron.»
Palabra del Señor
Reflexión
La enorme popularidad de san Francisco de Asís, las películas, los libros, las florecillas, han hecho que a veces se sentimentalice un poco su figura: el hombre que habla con los animales, que doma al hermano lobo, que se dirige a la luna, al agua, y al sol como hermanos, resulta simpático y una pizca demasiado dulce. Quizá en el proceso de difundir esa figura podamos olvidar lo que tiene de heroico en su extrema pobreza. Las persecuciones desde dentro y desde fuera que sufrió. Su enorme trabajo sacrificado y generoso de levantar la Iglesia. El escándalo que pudo producir. La dureza de su vida. Hay quienes quieren entusiásticamente seguir sus inspiraciones sobre la creación y la naturaleza, pero no está tan claro que deseen abandonar sus pequeños o grandes lujos. Ir suavemente y silenciosamente por la senda de construir la Iglesia es prácticamente imposible. Hay mucho trabajo, mucho conflicto, mucha abnegación.
Es verdad que el Evangelio de hoy sí se habla de lo pequeño y de lo sencillo y, por supuesto, con toda razón y toda verdad. Pero lo pequeño y lo sencillo significa renunciar al propio nombre, al prestigio, a la soberbia, al propio engrandecimiento y a todo narcisismo. Por eso, el mismo pasaje del Evangelio recuerda: no os alegréis de poder domar serpientes o salir inmunes de los peligros. No penséis que los prodigios que se pueden realizar en vuestra vida sean posesión vuestra (la pobreza extrema también se debe mostrar ahí). Vuestra alegría, más bien, debe venir de que vuestros nombres están escritos en el cielo.
Y quizá aquí esté la mayor humildad y pequeñez: en aceptar que mi nombre no lo escribo yo misma en el cielo, sino el Padre. En darse cuenta de que todo lo grande, lo bueno, lo sabio, e incluso lo sencillo, viene de una misma fuente y no de nosotros mismos. La alegría viene de esa misericordia de Dios de elegirnos, llamarnos, recibirnos, aceptarnos e inscribir nuestros nombres en el cielo. Y a ese enorme privilegio se responde con el trabajo, el desprendimiento total, la paz frente al conflicto, la entrega. (CFA)





