Palabras más, palabras menos

En ‘Todos los nombres’, el Nobel de Literatura de la lengua portuguesa José Saramago hacía resplandecer en la limpia, deslumbrante, contundencia de su prosa una verdad que con frecuencia se nos escapa: ‘Una palabra miente, con la misma palabra se dice la verdad, no somos lo que decimos, somos el crédito que nos dan’. Palabras y crédito, una combinación de términos no tan usual, y que, sin embargo, está en la raíz de cualquier liderazgo, como elemento principal de todo discurso que tenga la capacidad de influir sobre la voluntad de un conjunto de ciudadanos. Palabras y créditos, veamos.

Palabras, qué obviedad. La construcción básica del lenguaje, la primera con un significado completo, autónomo, independiente de las circunstancias e incluso sujeto a la tornasolada magia de las polisemias. Las palabras son nuestro capital esencial desde que llegamos al mundo: a buen seguro, millones de veces nos han repetido cuál fue nuestra primera palabra; habrá quien ya esté pensando en la última que dejará pronunciada. Vivimos de las palabras, respiramos palabras e, incluso, nuestro pensamiento está construido a partir de las palabras, edificado sobre su capacidad para crear ideas y pensamiento: razonémoslo un único instante, sin lenguaje no existiría en nosotros la habilidad de aislar las sensaciones que se dan dentro de nosotros e identificarlas con un nombre y unos límites precisos.

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Las palabras, tan importantes según se aprecia, y con frecuencia, tan poco tomadas en su importancia por los hablantes, que las elegimos al azar, con premura o sujetos a las modas, jugando en los límites de su imprecisión. Es la frescura del lenguaje, podría decirse, su condición de comportarse como un ente orgánico, vivo, adaptado a las flexiones de la vida ordinaria y útil, en su economía o en la versatilidad de su empleo, para facilitar la relación entre personas. Y sí, pero no… Sí para el ciudadano en conversación anónima, particular y hasta profesional, para quien se comunica con un aforo limitado, confianzudo o informal; pero no para los que se dirigen a auditorios numerosos, a la inmensidad del público posible a través de los medios de comunicación; en el caso de aquellos que ejercen, o pretenden, un liderazgo sobre grupos amplios de individuos. Ahí la elección del lenguaje es esencial, tanto como vital es la construcción del discurso, el hallazgo y la hilazón de los argumentos, y el soporte intelectual de un proyecto sólido, bien definido, reconocible en cada una de las líneas de esa alocución general.

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Porque el discurso, como ya desveló el brillante Saramago, es una aleación indisoluble de palabras y crédito, y este segundo elemento es tan fácil de reconocer como difícil de lograr. El crédito, dice la RAE, es la ‘reputación, fama y autoridad’; una combinación de conceptos que remite al reconocimiento por parte del auditorio, o lo que es lo mismo, pero no igual, a la capacidad del orador para generar entre el público la imagen de confianza, seriedad, rigor, credibilidad y compromiso. Y para conseguir todas esas características entran en juego un abanico de variables entre las que se cuentan la imagen, la fotogenia o la gestualidad, condiciones todas, si no se quiere incurrir en la creación de un liderazgo estético y vacío, dependientes jerárquicamente de una viga maestra esencial: el lenguaje. Es de su elección, y de las palabras que lo integran, de donde depende que el aspirante a líder pueda llegar a ocupar esa figura, y que conseguido el primer impacto, encuentre las herramientas para acrecentar y consolidar la posición de liderazgo e influencia. Una tarea hermosa y difícil, que requiere de especialistas con capacidad para seleccionar un modelo lingüístico y desarrollarlo sobre las palabras adecuadas. Podría parecer sencillo y hasta obvio, pero no lo es; se trata de una cuestión de palabras más o palabras menos, y eso, como bien nos anticiparon Los Rodríguez, es un asunto nuclear.

Víctor Charneco es docente del Máster en Marketing político y comunicación institucional de la UCV.

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