combate espiritual

El combate espiritual I

El combate espiritual I.
La vida como combate y la acedia

La noción de “combate espiritual”, tan frecuente y natural en otros momentos de la historia, no deja de resultar un tanto extraña para nuestra generación de cristianos. En nuestros días, en efecto, no se habla apenas de un tema que para nuestros mayores en la fe era algo así como el abecé de la vida espiritual: la vida es un combate. «¿No es acaso milicia la vida del hombre sobre la tierra, y sus días como los de un jornalero?», reza el libro de Job (7,1). ¿No repite la Escritura que Dios es un guerrero (Éx 15,3; Is 42,13) y que, entre otras acciones, nos adiestra para la batalla (Sal 18,35)? ¿No pertenecemos, mientras caminamos en esta vida, a la Iglesia militante? Recordemos también estas palabras de san Pablo (a las que vamos a dedicar una atención especial en las meditaciones venideras): «Poneos las armas de Dios, para poder afrontar las asechanzas del diablo, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire. Por eso, tomad las armas de Dios para poder resistir en el día malo y manteneros firmes después de haber superado todas las pruebas». (Ef 6, 11-13)

¿En qué consiste, pues, este combate?, ¿cuáles son esas armas?, ¿cómo se utilizan?, ¿contra qué o quién? Esta meditación y las que siguen pretenden arrojar algo de luz a estos interrogantes. Para responderlos, sin embargo, es conveniente detenerse antes en la consideración que abría estas letras: la noción de combate espiritual se nos hace extraña hoy día, ¿por qué?, ¿qué ha pasado?

Sin desdeñar que existen unos silencios sintomáticos en la predicación habitual que se hace en las iglesias (hay temas importantes de nuestra fe que apenas se recuerdan y que prácticamente han desaparecido de la consideración), y yendo más a la raíz, hemos de decir que en nuestra época parece haberse instalado un mal oscuro. Un mal que es tanto más oscuro cuanto más inadvertido opera. Nos referimos a la acedia o apatía espiritual, que es el nombre clásico del mal entendido pecado de pereza. Esta acedia, cuando impera sobre un alma, hace vivir la vida espiritual y la llamada a la santidad como una carga cansina, un trabajo que no merece la pena, un “no me pidas tanto que me conformo con lo mínimo”. Ella es esa tristeza del pusilánime que, como dice Pieper, «no tiene ni el ánimo ni la voluntad de ser tan grande como realmente es». La acedia, pues, tiende a hacerse planteamiento de vida, y un planteamiento chato y mezquino que hace menguar la esperanza y ahoga todo ímpetu de lucha.

Esta claudicación fáctica se esconde a nuestra conciencia con la asunción de falsas ideologías, con discursos autoconvicentes, con esas excusas de mal pagador con las que uno se dice a sí mismo que así está bien y no hace falta más, que el bien no es tan bueno ni el mal es tan malo. Pero no podemos engañar a nuestro espíritu, y cuando se vive de la acedia, los frutos que engendra –en atinada enumeración de los clásicos–, son la desesperación, la evagatio mentis (una sintomática necesidad de cambiar constantemente de actividad o pensamiento), el sopor espiritual, la pusilanimidad, el rencor y la malicia.

Al final de este proceso, aunque se digan muchas cosas, uno termina claudicando ante el mal sin haber combatido, anestesiando la conciencia con falsas ideologías y falacias… entre ellas la de que no hace falta luchar, “porque todo va bastante bien”. Es por esto que la pereza es pecado capital y es por eso que, paradójicamente, muchas veces se esconde en un activismo (“Marta, Marta”), que es una “tapadera” para escapar y no entregarse a fondo a la vivencia de la santidad en el propio estado de vida.

Denunciada la perenne tentación de la acedia, es necesario retomar este planteamiento “guerrero” de la vida, dando autoridad a toda la tradición espiritual que nos precede, así como a las Sagradas Escrituras. Es necesario hacerlo con realismo. La realidad es la realidad. Y la realidad pide combate. No un combate cualquiera, evidentemente. El combate cristiano, el buen combate, es el que nos ha enseñado Nuestro Señor, que combatió con Satanás en el desierto, que proclamó sin miedo y a contracorriente su Palabra, que empuñó el látigo en el templo, que, como un guerrero, dio su vida en oblación sin huir de la batalla.

Vamos a meditar sobre esta realidad, vamos con ello también a desentumecer una dimensión de nuestra rica naturaleza que está siendo tan olvidada: nuestro irascible o pasiones combativas, con las que Dios nos ha dotado precisamente para esta dimensión de la existencia. Pero no se trata, con todo, de ejercitarlo porque sí, sino de hacerlo para responder bien a la verdad de la vida, a lo que Dios nos pide.

Y nos pide la justicia, la santidad. Ahora bien, ¿dónde nos la pide? En este mundo. Y este mundo es de una determinada manera. En él existe la iniquidad, el mal humano y el mal diabólico. Existe un mal que hacemos y existe un mal que padecemos. Hemos de desechar, pues, la imagen burguesa, optimista y mundana de la vida. Una imagen, de corte materialista y hedonista, en la que básicamente ya hemos llegado a puerto y se trata sobre todo de “estar lo mejor posible”.

En esta vida, pues, para alcanzar el bien auténtico y para luchar contra el mal real (dentro y fuera de nosotros), hemos de combatir. Y combatir bien, según verdad. Como decía el fragmento de san Pablo antes citado, se trata de un combate especial en el que se empuñan “armas de Dios”. Es el combate, hasta la muerte, del mártir Vicente que se niega a apostatar, de la pequeña María Goretti que prefiere morir a pecar de impureza; es el combate de cada acto de virtud, escondido o manifiesto. Es el combate que hace que la vida merezca la pena ser vivida y que nos encamina hacia el Cielo.

En sucesivas meditaciones iremos desgranado la naturaleza de este combate y las características de estas armas. Concluyamos, pues, por hoy, exhortándonos mutuamente a sacudir la acedia y a disponernos para la buena batalla. Imitemos con eso al Señor que, en decir de Isaías, cada mañana «sale como un héroe, excita su ardor como un guerrero, lanza el alarido, mostrándose valiente frente al enemigo» (Is 42,13).

 

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