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Lecturas que enseñan a pensar (2) Chesterton y la necesidad de la ortodoxia

  1. K. Chesterton (1874-1936) es indefinible, gracias a Dios. Un sabio humilde, un genio amable, un filósofo niño. Escribió de todo, cultivando mil géneros. Y lo hizo con aguda lucidez y sorprendente tino. Tal vez podamos verle como aquel infante del cuento que, mientras el cobarde silencio de la mayoría hacía prosperar la mentira, gritó “¡pero si el rey va desnudo!”.

Necesitamos a este autor, para abrir nuestra mirada a la verdad de las cosas, disipando la espesa niebla de los convencionalismos y del “pensamiento (por llamarlo de alguna manera) único”. Realmente Chesterton enseña a pensar, enseñándonos primero a mirar bien.

El texto que ahora presentamos es de su ensayo “Ortodoxia”. Buena lectura.

«Lo final y más importante es esto que explica lo que resulta tan inexplicable a los críticos modernos de la historia del Cristianismo. Me refiero a las monstruosas guerras que surgen en torno de pequeños puntos de teología; los terremotos de emoción alrededor de un gesto o una palabra. Es cuestión de una pulgada; pero una pulgada es todo cuando se está conservando un equilibrio. En ciertas cosas, la Iglesia no puede desviarse ni el espesor de un pelo, si es que debe seguir su grande y osado experimento del equilibrio irregular. Con que una vez sola debilitara una idea, otra idea frente a ella se volvería demasiado fuerte. Lo que conducía el pastor cristiano no era un rebaño de ovejas, sino una manada de toros y de tigres, de ideales terribles y arrasadoras doctrinas, cada una de ellas bastante fuerte como para convertirse en una religión falsa que perdiera al mundo.

Recordemos que la Iglesia intervenía con las ideas peligrosas; era una domadora de leones. La idea de nacer por obra del Espíritu Santo, de la muerte de un ser divino, del perdón de los pecados, del cumplimiento de las profecías, son ideas; cualquiera lo vería, que por muy poco pueden convertirse en algo blasfemo y feroz. Al menor eslabón que dejaran caer los artífices del Mediterráneo en las selvas olvidadas del norte, el león ancestral del pesimismo rompería sus cadenas. Más adelante hablaré de esta comparación teológica. Aquí basta destacar que el menor error introducido en la doctrina, causaría inmensos trastornos en la felicidad humana. Una sentencia mal redactada sobre la naturaleza del simbolismo, destruiría todas las mejores estatuas de Europa. Un desliz en las definiciones y se detendrían todas las danzas; se marchitarían todos los árboles de Navidad y se romperían todos los huevos de Pascua. Las doctrinas debían ser definidas dentro de límites estrictos a fin de que el hombre pudiera gozar de todas las libertades humanas. La Iglesia tenía que ser vigilante aunque sólo fuera para que el mundo pudiera ser descuidado.

Este es el asombroso romanticismo de la Ortodoxia.

La gente ha caído en la tonta costumbre de hablar de la ortodoxia como de algo pesado, monótono y seguro. Y nunca hubo nada tan peligroso y apasionante como la ortodoxia. Era sensatez; y ser sensato es más dramático que ser loco. Era el equilibrio de un hombre conduciendo caballos desbocados; parecía tumbarse aquí y desviarse allí, y no obstante, en cada posición conservaba la gracia estatuaria y la precisión aritmética. En sus primeros días, la Iglesia fue fiera y veloz como cualquier cárcel de guerra; sin embargo, es completamente antihistórico, que se volviera loca en torno de una sola idea, como una vulgar fanática. Se inclinó hacia la derecha y hacia la izquierda para sortear obstáculos enormes. A un lado dejó la mole inmensa del arrianismo, que apoyado por las fuerzas mundanas, quería hacer demasiado mundano el Cristianismo. Al próximo instante se desviaba otra vez para evitar un orientalismo que lo hubiera hecho demasiado inmundano. La Iglesia ortodoxa nunca siguió la táctica de la sumisión ni aceptó convencionalismos; la Iglesia ortodoxa nunca fue respetable.

Habría sido mucho más fácil aceptar el poder terrenal de los arrianos. Y en el calvinista siglo XVII, habría sido mucho más fácil dejarse caer en el pozo sin fondo de la predestinación. Es fácil ser un loco; es fácil ser un hereje. Siempre es fácil dejar que el mundo se salga con la suya; lo difícil es salirse con la de uno mismo. Siempre es fácil ser un modernista; tan fácil como ser un snob. Ciertamente habría sido fácil caer en cualquiera de esas trampas abiertas del error y la exageración, que moda tras moda y secta tras secta, fueron tendiendo al paso histórico de la cristiandad. Siempre es fácil caer; se cae en una infinidad de ángulos, y sólo en uno se está de pie. Haber caído en cualquiera de las fruslerías que el gnosticismo opuso a la ciencia cristiana, por cierto era obvio y soso. Pero evitarlas todas, fue una aventura vertiginosa; y en mi visión veo a la carroza celestial que vuela tronando a través de las edades; veo a las estúpidas herejías postradas, revolcándose, y veo a la verdad tremenda vacilante, pero erguida».

(G. K. Chesterton, Ortodoxia, Porrúa, México, 1998, 58-59)

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