Lecturas que enseñan a pensar (4)
Lecturas que enseñan a pensar (4): John Senior y la cultura de la muerte
John Senior nació en Stamford, Connecticut, en 1923, y creció en la zona rural de Long Island. Realizó sus estudios universitarios en Letras en la Universidad de Columbia y se dedicó plenamente a la docencia, enseñando Inglés, Literatura Comparada y Literatura Clásica en Bard College, Hofstra College, y en las universidades de Cornell, Wyoming y Kansas. Durante su estadía en la Universidad de Cornell, a fines de la década de los 50, se convirtió a la Iglesia Católica. Quizás la parte más conocida de su vida pública se desarrolló en la Universidad de Kansas donde, junto a sus colegas Dermis Quinn y FranckNelick, fundó el controvertido Programa de Humanidades Integradas, que resultó ser instrumento para la conversión de varios centenares de estudiantes y de vocaciones a la vida consagrada. Falleció el día de Pascua de 1999.
El texto que sigue es de su obra La restauración de la cultura cristiana (1983), concretamente del capítulo El holocausto climatizado. Llama a las cosas por su nombre y tiene el valor de decir las cosas como las piensa (habiéndolas pensado antes). Buena lectura.
Mis padres murieron en sus propias camas, en sus casas, y están enterrados a pocos kilómetros de su lugar de nacimiento. Yo no espero lo mismo para mí. Hay geriátricos en todas las calles de nuestras ciudades, y el Gran Hermano, o la Gran Hermana, nos pondrán allí apenas palidezcamos, en esos sórdidos conventillos, apestando a orina y a seguridad social. Algunos son sustituidos por mansiones con nombres aristocráticos o incluso cristianos, pero todos ellos son hoteles de tránsito, hospicios para moribundos, donde la eutanasia es la palabra de moda para denominar la «solución final» al problema de la vejez. En Estados Unidos se han asociado como las cadenas de comida rápida, para ganar más dinero, y en algunos lugares se han construido enormes conglomerados habitacionales, como Sun City y los Everglades. […]
Están haciendo eso, pero no por mucho tiempo. Si, cuando la vida se convierte en dolor, la muerte es insignificante, ¿por qué no aplicar una inyección o señalarle discretamente la píldora correcta? ¿La nueva tecnología? ¡El holocausto climatizado!
Pero si, en cambio, se deshacen del exceso de tecnología, y mantienen cerca a la abuela, viviendo en una casa menos pretenciosa pero más habitable y si -¡me guardo el mejor vino para el final!- venden el auto y aprenden a caminar de nuevo, piensen en el dinero que ahorrarían y todo el tiempo que tendrían para hacer ejercicios y caminatas. Y las mujeres no tendrían que trabajar para pagar las cuotas del auto y el seguro. Es realmente estúpido tener que decir esto, pienso que todos deberíamos saberlo, pero la mitad del salario de las esposas que trabajan termina aumentando los impuestos y el costo de mantenerlas trabajando: un segundo auto, comida congelada y guarderías, esos dulces y cálidos lugares que, en realidad, son orfanatos peores que geriátricos. Si las mujeres permanecieran en sus casas, que es a donde pertenecen, alguien sabría dónde están los hijos y dónde están los ancianos; la comida tendría nuevamente sabor a carne y a verdura porque sería cocinada, y no solamente descongelada; la vida sería de nuevo saludable, buena y llena de amor porque ella estaría en casa; en los pianos sonarían viejas canciones; los hijos, los padres y los abuelos cantarían juntos por las noches y contarían cuentos junto al fuego. Alguien estaría en casa para amar y cuidar al discapacitado, al enfermo o al moribundo. Las mujeres deben ser liberadas de su moderna «emancipación», que es, en realidad, dócil esclavitud a un ideal calvinista y masculino, y entonces podrán volver a la tarea que les es propia -más grande que la medicina, la ingeniería, los negocios y la política- participando con Dios en la creación y crianza de la vida humana, lo que no puede ser hecho por los hombres y ni siquiera por los ángeles. Los hombres, por supuesto, procrean y deben gobernar y proveer, pero -aunque sea una obviedad- solamente las mujeres pueden concebir y amamantar, y a su modo lo siguen haciendo físicamente, psicológicamente y espiritualmente mucho después que han destetado a sus hijos.
¿Quién es rico o quién es pobre? Hay una destitución espiritual, un tercer mundo esterilizado en los Estados Unidos peor que en cualquier lugar de Asia o África, en el que los enfermos y los ancianos mueren solos, los niños son evitados y, cuando las barreras físicas y químicas fallan, son abortados; y si por accidente o planificación llegan uno o dos, son enviados a los gulags liliputienses donde sufren abuso sistemático y científico de acuerdo con el último número de la revista Psicología hoy, y son entrenados para sobrevivir en un mundo sin hogares ni fuego, sin la calidez de la madre, y por tanto, sin el amor de nadie. Cuando sus seguidores le pidieron a Cristo un signo, les dijo: «No se les dará otro signo más que el de Jonás». Este profeta, algunos siglos antes, había predicado en la ciudad malvada y profetizado que «en cuarenta días Nínive será destruida». Y Jesús les dijo a los habitantes de la Jerusalén de su tiempo, y creo que a nosotros también en nuestras ciudades: «Los hombres de Nínive se levantarán contra esta generación el día del juicio y la condenarán, porque ellos se arrepintieron».
No he usado argumentos de autoridad religiosa porque no serían reconocidos por algunos a quienes no quiero excluir, y que podrían estar de acuerdo solamente por razones naturales. Para la mayoría de los cristianos, sin embargo, no es necesario decir que, si hay un Dios de justicia y amor, no permitirá la inhumanidad que estamos sufriendo por mucho tiempo, aunque Dios no tiene que molestarse en destruir nuestras ciudades: las mujeres de Nínive se levantarán en el día del Juicio con su generación. Una economía que se alimenta con la exterminación tecnológica de más de un millón y medio de niños cada año, se destruye a sí misma.
(John Senior, La restauración de la cultura cristiana, Vórtice, Buenos Aires, 2016, pp. 79-82)