Reflexión del 9 de abril, viernes de la Octava de Pascua
EVANGELIO
Estaban juntos Simón Pedro, Tomás apodado el Mellizo, Natanael el de Caná de Galilea, los Zebedeos y otros dos discípulos suyos.
Simón Pedro les dice:
-Me voy a pescar.
Ellos contestaban:
-Vamos también nosotros contigo.
Salieron y se embarcaron; y aquella noche no cogieron nada. Estaba ya amaneciendo, cuando Jesús se presentó en la orilla; pero los discípulos no sabían que era Jesús.
Jesús les dice:
-Muchachos, ¿tenéis pescado?
Ellos contestaron:
-No.
El les dice:
-Echad la red a la derecha de la barca y encontraréis.
La echaron, y no tenían fuerzas para sacarla, por la multitud de peces. Y aquel discípulo que Jesús tanto quería le dice a Pedro:
-Es el Señor.
Al oír que era el Señor, Simón Pedro, que estaba desnudo, se ató la túnica y se echó al agua. Los demás discípulos se acercaron en la barca, porque no distaban de tierra más que unos cien metros, remolcando la red con los peces.
Al saltar a tierra, ven unas brasas con un pescado puesto encima y pan. Jesús les dice:
-Traed de los peces que acabáis de coger.
Simón Pedro subió a la barca y arrastró hasta la orilla la red repleta de peces grandes: ciento cincuenta y tres. Y aunque eran tantos, no se rompió la red.
Jesús les dice:
-Vamos, almorzad.
Ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle quién era, porque sabían bien que era el Señor.
Jesús se acerca, toma el pan y se lo da; y lo mismo el pescado. Esta fue la tercera vez que Jesús se apareció a los discípulos, después de resucitar de entre los muertos.
Reflexión
Cristo habría podido elegir a sus primeros discípulos en cualquier otro ambiente. Pero eligió unos pescadores y para ello realizó el milagro de la pesca. Ellos podían entender bien todo su extraordinario significado. Sabían que los peces caen en las redes durante la noche, cuando está oscuro, y no por la mañana, cuando el agua es transparente. Arreglar las redes y echarlas en la barca no es un trabajo fácil, sino fatigoso, que exige una gran fuerza.
En este episodio vemos de un modo concreto lo que los teólogos presentan como un problema, es decir, la relación entre trabajo y gracia. Por una parte, tenemos que trabajar pensando en que todo el éxito depende de nuestros esfuerzos. Por otra, muy a menudo, Dios nos hace comprender que el resultado es un don de la gracia que Él concede según sus misteriosos designios. Si esto es válido para todo trabajo, con más razón será válido para el empeño de acercar las personas a Cristo, ser pescadores de hombres. Es como si Jesús dijera: “poned todo vuestro empeño, y el éxito os enviaré yo cuando no os lo esperéis”.
Si pensamos en todo lo que se hace por la Iglesia, en el trabajo y el dinero que se ofrece por las vocaciones sacerdotales y religiosas, para la difusión de la Sagrada Escritura, para custodiar la moralidad… nos dan ganas de decir: ¡cuánto trabajo en vanos! Sí, pero olvidamos la otra cara de la moneda: la cantidad de gente buena que se encuentra en la Iglesia, tanta gente desconocida en quien nadie piensa, y nosotros, que no tenemos fuerza para sacar las redes, los primeros.
Entonces, nos preguntamos: en la vida de la Iglesia, ¿hay más éxitos o fracasos? No hay una respuesta: los éxitos y los fracasos siempre se dan juntos. El gran éxito de Cristo se da a través del fracaso de la cruz. Este misterio se repite continuamente en la vida de la Iglesia y en su actividad.