Reflexión domingo 10 de marzo
Lectura del santo evangelio según san Juan (3,14-21):
En aquel tiempo, dijo Jesús a Nicodemo: «Lo mismo que Moisés elevó la serpiente en el desierto, así tiene que ser elevado el Hijo del hombre, para que todo el que cree en él tenga vida eterna. Tanto amó Dios al mundo que entregó a su Hijo único para que no perezca ninguno de los que creen en él, sino que tengan vida eterna. Porque Dios no mandó su Hijo al mundo para juzgar al mundo, sino para que el mundo se salve por él. El que cree en él no será juzgado; el que no cree ya está juzgado, porque no ha creído en el nombre del Hijo único de Dios. El juicio consiste en esto: que la luz vino al mundo, y los hombres prefirieron la tiniebla a la luz, porque sus obras eran malas. Pues todo el que obra perversamente detesta la luz y no se acerca a la luz, para no verse acusado por sus obras. En cambio, el que realiza la verdad se acerca a la luz, para que se vea que sus obras están hechas según Dios.»
Palabra del Señor
Reflexión
Hoy celebramos el Domingo llamado de laetare, de la alegría, porque cantamos en la antífona de entrada: Festejad a Jerusalén, gozad con ella, todos los que la amáis; ale-graos de su alegría, los que por ella llevasteis luto; mamaréis a sus pe-chos y os saciaréis de sus consuelos (cf. Is 66, 10). ¿Cuál es la causa de tanta alegría? La Palabra nos ha dado la respuesta: en el Evangelio hemos escuchado que tanto amó Dios al mundo, que entregó a su Unigénito, para que todo el que cree en él no perezca, sino que tenga vida eterna. Y también nos la dicho san Pablo: Dios, rico en misericordia, por el gran amor con que nos amó, estando nosotros muertos por los pecados, nos ha hecho revivir con Cristo —por pura gracia estáis salvados—, nos ha resucitado con Cristo Jesús y nos ha sentado en el cielo con él. Esta es la causa de nuestra alegría: la fidelidad de Dios, la certeza de que no hay nada ni nadie que nos pueda separar del amor de Dios. La certeza de que la muerte ha sido vencida. Dios, en su amor infinito, nos ofrece la salvación gratuitamen-te: por gracia estáis salvados, me-diante la fe. Y esto no viene de voso-tros: es don de Dios. Tampoco viene de las obras, para que nadie pueda presumir. Dios nos invita a salir de la es-clavitud del pecado y reconstruir nuestra historia desde su miseri-cordia. Dios regala sin límites su amor. No ha enviado a su Hijo para condenar, sino para salvar. Nos pi-de, sin embargo, que creamos y amemos la luz para que nuestras obras estén hechas según su volun-tad. La Palabra de Dios nos pre-senta a Cristo crucificado como la luz y la salvación del mundo, la luz que ilumina de verdad nuestra vida, la luz que puede hacernos en-contrar el sentido auténtico de la vida. Pero esta salvación tiene que ser aceptada. Cuando vino la luz los hombres prefirieron las tinie-blas a la luz. Renacer supone, en consecuencia, toda una actitud de conversión. Renacer supone abrir-se al amor de Dios, dejarse amar por Él. Es dejarse transformar por el Espíritu Santo, el único que de verdad puede cambiar tu corazón. La Palabra de Dios que pro-
clamamos hoy te invita a salir de las tinieblas y a buscar la luz que es Cristo. Te invita a que examines tu propia vida a la luz de la ense-ñanza de Jesucristo y de la Iglesia, y que veas si se ajusta a la luz que es Cristo, o si todavía quedan zonas oscuras, llenas de tinieblas, que es preciso iluminar. Es importante que descubras que la luz de Cristo debe iluminar toda tu vida: todos los aspectos y todos los ámbitos de tu vida deben ser iluminados por la luz de Cristo. Ningún rincón de tu vida puede escapar a esta luz. Si eres cristia-nos lo has de ser en todo lo que pienses, digas y hagas, pues somos obra suya. Nos ha creado en Cristo Jesús, para que nos dediquemos a las buenas obras.