23 oct

Reflexión domingo 23 de octubre

Lectura del santo evangelio según san Lucas (18,9-14):

En aquel tiempo, Jesús dijo esta parábola a algunos que se confiaban en sí mismos por considerarse justos y despreciaban a los demás:
«Dos hombres subieron al templo a orar. Uno era fariseo; el otro, publicano. El fariseo, erguido, oraba así en su interior:
“¡Oh Dios!, te doy gracias porque no soy como los demás hombres: ladrones, injustos, adúlteros; ni tampoco como ese publicano. Ayuno dos veces por semana y pago el diezmo de todo lo que tengo”.
El publicano, en cambio, quedándose atrás, no se atrevía ni a levantar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho diciendo:
“Oh Dios!, ten compasión de este pecador”.
Os digo que este bajó a su casa justificado, y aquel no. Porque todo el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido».

Palabra del Señor

Reflexión

Hoy la Palabra nos invita a la conversión, a vivir no en la autosuficiencia, sino en la humildad: porque, como hemos cantado en el Salmo: El Señor está cerca de los atribulados, salva a los abatidos… no será castigado quien se acoge a él. En el Evangelio contemplamos a dos personas, el fariseo y el publicano. Dos personas con actitudes muy diferentes. El fariseo piensa ganar la salvación con su propio esfuerzo*. En realidad, no espera nada de Dios, no tiene nada que pedirle, le recuerda ostentosamente sus “méritos” y desprecia a los demás, erigiéndose en juez despiadado. En el fondo, piensa que Dios le debe la salvación. Aparentemente la vida del fariseo está “más ordenada” que la del publicano, pero le pierde la soberbia, que es el peor de todos los pecados; soberbia que le lleva al juicio y al desprecio, signo todo ello de que el Espíritu Santo no está en su corazón. El publicano, en cambio, reconoce su condición de pecador y pide a Dios la conversión y se apoya en Dios y no en sus obras. Está abierto al cielo y lo espera todo de Dios: llama a la puerta y se le abre, porque la oración del humilde atraviesa las nubes, y no se detiene hasta que alcanza su destino. Para llegar al cielo, la oración debe brotar de un corazón humilde y pobre; de un corazón que se reconoce pequeño y necesitado de misericordia y de salvación; de un corazón que confiesa que todo viene de Dios: el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será enaltecido. La humildad que te lleva a salir de la autosuficiencia narcisista y
autorreferencial y de la arrogancia para reconocer que todo es don; te lleva a aceptar tus pobrezas, tu debilidad y a entregárselas al Señor para que las sane; te lleva a entrar en tu historia, la historia de tu familia, de tu sacerdocio, de tu consagración religiosa… y encontrarte ahí con Jesucristo Resucitado que lo hace todo nuevo por el poder de su Espíritu. Humildad para fiarte que los criterios y los planes del Señor son mejores que los tuyos… Humildad de confiarte al amor de Dios, Amor que se vuelve medida y criterio de tu propia vida. Humildad para ser agradecido. Al cielo se sube, bajando (cf. Flp 2, 5-11). El Reino de Dios es de los pobres y pequeños. El Señor derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes. El Señor ha escondido estas cosas a los que se creen sabios y entendidos y se las ha revelado a la gente sencilla.

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