Reflexión domingo 30 de enero
Lectura del santo evangelio segun san Lucas (4,21-30):
En aquel tiempo, Jesús comenzó a decir en la sinagoga:
«Hoy se ha cumplido esta Escritura que acabáis de oír».
Y todos le expresaban su aprobación y se admiraban de las palabras de gracia que salían de su boca.
Y decían:
«¿No es este el hijo de José?».
Pero Jesús les dijo:
«Sin duda me diréis aquel refrán: “Médico, cúrate a ti mismo”, haz también aquí, en tu pueblo, lo que hemos oído que has hecho en Cafarnaún».
Y añadió:
«En verdad os digo que ningún profeta es aceptado en su pueblo. Puedo aseguraros que en Israel había muchas viudas en los días de Elías, cuando estuvo cerrado el cielo tres años y seis meses y hubo una gran hambre en todo el país; sin embargo, a ninguna de ellas fue enviado Elías sino a una viuda de Sarepta, en el territorio de Sidón. Y muchos leprosos había en Israel en tiempos del profeta Eliseo, sin embargo, ninguno de ellos fue curado sino Naamán, el sirio».
Al oír esto, todos en la sinagoga se pusieron furiosos y, levantándose, lo echaron fuera del pueblo y lo llevaron hasta un precipicio del monte sobre el que estaba edificado su pueblo, con intención de despeñarlo. Pero Jesús se abrió paso entre ellos y seguía su camino.
Palabra del Señor
Reflexión
Hoy la Palabra que se nos regala es la continuación del Evangelio del domingo pasado. Jesús vuelve a su pueblo, a Nazaret, y el sábado entra en la sinagoga como le era costumbre; le entregan el rollo del profeta Isaías y comienza a anunciar un año de gracia y de salvación para los ciegos, los esclavos y para los pobres. Toda la asamblea queda asombrada ante las palabras de Jesús, ya que dice cumplir hoy aquello que acaba de proclamar en la profecía.
Pero vemos como enseguida aparece la contradicción. Sus vecinos empiezan a decir que ese que habla es el hijo de José, uno que conocen desde siempre… que ese no puede ser el Mesías prometido, que de él no se puede esperar la salvación.
Este Evangelio quiere poner en guardia a los de dentro de la Iglesia; a aquellos que nos hemos habituado a convivir con lo sagrado, con la Palabra, con el Santísimo, con los Sacramentos… Somos precisamente nosotros, los que podemos acercarnos a Cristo con tanta monotonía, que ya no esperamos que su Palabra, sus promesas, puedan transformar nuestro corazón endurecido. Incluso a veces nos podemos sorprender esperando y pidiendo en la oración que haga un signo sobrenatural para que le podamos creer y seguir, como si los que hace cada día ya no nos sirvieran…
En segunda lectura de hoy, San Pablo, hablando de la necesidad de crecer en el verdadero amor, dice: “Cuando yo era niño, hablaba como un niño, sentía como un niño, razonaba como un niño. Cuando me hice un hombre, acabé con las cosas de niño.” Ojalá el Señor nos conceda descubrir la vida profunda que se esconde detrás de cada Sacramento, detrás de cada Palabra de Dios, de cada encuentro con Cristo… para que no vivamos como aquellos vecinos de Jesús que se habían acostumbrado a tenerlo cerca y no pudieron ver el misterio del Reino que Él venía a inaugurar.