4 feb

Reflexión domingo 4 de febrero

Lectura del santo evangelio según san Marcos (1,29-39):

En aquel tiempo, al salir Jesús y sus discípulos de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar.
Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te busca.»
Él les respondió: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.»
Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.

Palabra del Señor

Reflexión

La enfermedad y el sufrimiento se han contado siempre entre los problemas más graves que aquejan la vida humana. En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud.
Aunque forma parte de la experiencia humana, nunca nos habituamos a ella, no sólo por sus dolencias, sino también porque hemos sido creados para la vida y vida en abundancia.
La Palabra de Dios que proclamamos hoy nos presenta a Jesucristo curando enfermos y expulsando demonios. No curó a todos los enfermos. Sus curaciones eran signos de la venida del Reino de Dios. Anunciaban una sanación más radical: la victoria sobre el pecado y la muerte por su Pascua. En la Cruz, Cristo tomó sobre sí todo el peso del mal y quitó el «peca-do del mundo», del que la enfermedad no es sino una consecuencia.
Por su pasión y su muerte en la Cruz, Cristo dio un sentido nuevo al sufrimiento: desde entonces éste nos configura con Él y nos une a su pasión redentora (cf. Catecismo 1500s).
La experiencia de la enfermedad es una dura prueba que nos puede llevar a la desesperación, como a Job, o puede ser también un camino que nos lleve a la santidad.
La clave está en dejar entrar al Señor en medio de tus sufrimientos, de tus dolencias. Nos lo dice el Aleluya de hoy: Cristo tomó nuestras dolencias y cargó con nuestras enfermedades.
Nos lo ha dicho también el Salmo: El Señor reconstruye Jerusalén… Él sana los corazones destrozados, venda sus heridas… Nuestro Señor es grande y poderoso, su sabiduría no tiene medida… El Señor sostiene a los humildes.
Dice el Papa Francisco en la encíclica Lumen fidei que en la hora de la prueba, la fe nos ilumina… El cristiano sabe que siempre habrá sufrimiento, pero que le puede dar sentido, puede convertirlo en acto de amor, de entrega confiada en las manos de Dios, que no nos abandona y, de este modo, puede constituir una etapa de crecimiento en la fe y en el amor.
La luz de la fe no disipa todas nuestras tinieblas, sino que, como una lámpara, guía nuestros pasos en la no-che, y esto basta para caminar. Al hombre que sufre, Dios no le da un razonamiento que explique todo, sino que le responde con una presencia que le acompaña.
La presencia del dulce huésped del alma, del Espíritu consolador.
Cristo es el que viene a sanar y a vencer el mal. Sus milagros son signos de la llegada de la salvación. Son signos, no se quedan en sí mismos, sino que guían hacia el mensaje de Cristo, hacia Dios y nos hacen ver que la verdadera y más profunda enfermedad del hombre es la ausencia de Dios, fuente de la verdad, el amor y la vida.
Y sólo la reconciliación con Dios puede darnos la verdadera curación, la verdadera vida, porque una vida sin amor y sin verdad no sería vida. El reino de Dios es precisamente la presencia de la verdad y del amor; y así es curación en la profundidad de nuestro ser. Por eso su predicación y las cu-raciones que realiza siempre están unidas. En efecto, forman un único mensaje de esperanza y de salvación (Benedicto XVI).
Lo que cura al hombre no es esquivar el sufrimiento y huir ante el dolor, sino la capacidad de aceptar la tribulación, madurar en ella y encontrar en ella un sentido mediante la unión con Cristo, que ha sufrido con amor infinito (Spe Salvi 37).
Cristo es el único capaz de sanarnos de todas nuestras dolencias. Cristo vino al mundo a curar, liberar y salvar a los hombres. Cristo sigue presente entre nosotros haciendo el bien, curando dolencias, secando lágrimas, dando esperanza a un mundo que llora su desesperación.
El que quiera ser sanado de sus dolencias ha de ponerse en manos de Jesús, dejarse llenar por su luz y por su Palabra, recibir la fuerza de su gracia, acoger el don del Espíritu Santo.
Desde esta perspectiva, podemos comprender por qué la predicación del Evangelio es un deber para san Pablo.
¡Ánimo! ¡Ábrele tu corazón al Señor! ¡Entrégale tus dolencias, tus sufrimientos, tus impotencias, tus fracasos, tu historia, tus debilidades, tus pecados, tus complejos, tus heridas! ¡Entrégale todo aquello con lo que tú no puedes!
¡No tengas miedo! ¡Dáselo al Señor! ¡Para eso ha venido! ¡Nadie te ama como Él! Y confía, descansa, ¡invoca al Espíritu Santo! ¡Que haga fecunda y gloriosa tu cruz!

pastoral

pastoral

Leave a Comment