Reflexión jueves 23 de mayo. Jesucristo Sumo y Eterno Sacerdote
Lectura del santo evangelio según san Marcos (14, 12a. 22-25)
El primer día de los Ácimos, cuando se sacrificaba el cordero pascual, mientras comían , Jesús tomó pan y, pronunciando la bendición, lo partió y se lo dio diciendo: «Tomad, esto es mi cuerpo». Después tomó el cáliz, pronunció la acción de gracias, se lo dio y todos bebieron.
Y les dijo: «Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos. En verdad os digo que no volveré a beber del fruto de la vid hasta el día que beba el vino nuevo en el reino de Dios».
Palabra del Señor
Reflexión
Para que no se nos olvide nunca su pacto de amor con nosotros, en la última cena Cristo instituyó la eucaristía, para recordarnos cada día su entrega y hacernos partícipes de su amor hacia nosotros: «Tomad, esto es mi cuerpo… Esta es mi sangre de la alianza, que es derramada por muchos». Se entiende que no es casualidad que esta fiesta se celebre en jueves. Participar de la eucaristía es el acto más importante que podemos realizar a lo largo del día.
Como nos recordará el prefacio de esta fiesta, todos nosotros somos sacerdotes por el bautismo. Podemos ofrecer la eucaristía por las personas que queremos o que sabemos están en alguna dificultad, en acción de gracias y de alabanza.
Pero como el prefacio dice a continuación, algunos somos llamados a recibir el sacerdocio ministerial por la imposición de la manos para renovar el sacrificio de la redención y preparar el banquete pascual, alimentar con la palabra y fortalecer con los sacramentos. Hoy es un día para rezar por todos los sacerdotes.
La escritora Carmen Laforet dijo en cierta ocasión: «A mí, tener un hijo sacerdote que, aunque no fuese malo, fuese tibio; que buscase cargos eclesiásticos y tratara de acomodarse bien en la vida, me parecería una horrible desgracia. Un hijo mío sacerdote intelectual, lumbrera de la Iglesia, me daría un miedo horrible, si, al mismo tiempo, no lo viese totalmente santo.
Si un hijo mío fuese sacerdote pobre, olvidado en una aldea o en un barrio humilde; si desde el momento en que se entregó a Cristo, considerase que su existencia propia había terminado; si compartiese su pedazo de pan y su sotana; si pudiese mirar con ojos limpios el espectáculo de la vida y de él surgiese a cada paso la alegría. Si mi hijo pudiese ser un sacerdote así, yo consideraría que había alcanzado el destino más grande que Dios tiene reservado a un hombre. Y a mí, como mujer, me parecería que el Señor me había dado el mismo destino por haberlo criado». Roguemos por los sacerdotes.