Reflexión jueves 4 de noviembre
Evangelio según san Lucas (Lc 15,1-10)
En aquel tiempo, solían acercarse a Jesús todos los publicanos y los pecadores a escucharlo. Y los fariseos y los escribas murmuraban diciendo: «Ese acoge a los pecadores y come con ellos».
Jesús les dijo esta parábola: «¿Quién de vosotros que tiene cien ovejas y pierde una de ellas, no deja las noventa y nueve en el desierto y va tras la descarriada, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, se la carga sobre los hombros, muy contento; y, al llegar a casa, reúne a los amigos y a los vecinos, y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la oveja que se me había perdido”. Os digo que así también habrá más alegría en el cielo por un solo pecador que se convierta que por noventa y nueve justos que no necesitan convertirse.
O ¿qué mujer que tiene diez monedas, si se le pierde una, no enciende una lámpara y barre la casa y busca con cuidado, hasta que la encuentra? Y, cuando la encuentra, reúne a las amigas y a las vecinas y les dice: “¡Alegraos conmigo!, he encontrado la moneda que se me había perdido”. Os digo que la misma alegría tendrán los ángeles de Dios por un solo pecador que se convierta».
Palabra del Señor
Reflexión
- Hemos escuchado dos de las tres famosas parábolas de la misericordia del capítulo 15 del evangelio de Lucas, que de un modo muy gráfico describen el corazón de paternal de Dios, su desvelo y preocupación por cada uno de los hombres, así como su alegría por la conversión de aquel que anda perdido.
En la primera de las parábolas, Cristo adopta la imagen del buen pastor que busca en el desierto a la humanidad perdida, simbolizada por la oveja descarriada que no puede encontrar la senda del retorno a casa.
¡Hay tantas formas de desierto en las que uno puede perderse: adicciones y dependencias, materialismo, idolatría, desesperanza…! El Hijo de Dios abandona el redil del cielo (el inmenso rebaño de ángeles, decían los Padres de la Iglesia) y se pone en camino para rescatar al hombre y conducirlo a un lugar de vida, hacia su amistad. Cuando halla a la oveja perdida no le da azotes, ni la hace volver con prisas y a empujones al rebaño, sino que, lleno de compasión, la carga sobre sus hombros.
La parábola de la moneda perdida es muy semejante a la anterior, pero nos enseña que uno se puede perder no sólo en la inmensidad del campo, sino también en la pequeñez de la casa. No solo nos pueden hacer daño las grandes tentaciones, sino también las tentaciones más sutiles: la pereza, la comodidad, la indiferencia, el rencor, etc. Pero también ahí Cristo sale a buscarte, a rescatarte y darte una vida nueva. ¡Es una maravilla contar con un Dios que nos ama de ese modo!
- En definitiva, estas parábolas son una fuente preciosa de confianza en Dios para nosotros. Así lo expresaba santa Teresa de Lisieux: «¡Qué alegría más dulce de pensar que Dios es justo, es decir, que tiene en cuenta nuestras debilidades, que conoce perfectamente la fragilidad de nuestra naturaleza! ¿De qué, pues, tendría yo miedo? ¡Ah! El Dios infinitamente justo que se dignó perdonar con tanta bondad los pecados del hijo pródigo, ¿no se mostrará también justo para conmigo que estoy siempre a su lado?».
¡Qué equivocadamente entendemos tantas veces los hombres la justicia de Dios! Desde esta mirada de santa Teresa se comprende mucho mejor la triple invocación que realizamos al inicio de la celebración eucarística en el acto penitencial como preparación para encontrarnos con Cristo en su palabra y en el sacramento. Que vivamos ese momento con el gozo con el que la joven Teresa pensaba en la justicia de Dios. Así sea.