Reflexión miércoles 10 de enero
En aquel tiempo, al salir Jesús de la sinagoga, fue con Santiago y Juan a casa de Simón y Andrés. La suegra de Simón estaba en cama con fiebre, y se lo dijeron. Jesús se acercó, la cogió de la mano y la levantó. Se le pasó la fiebre y se puso a servirles. Al anochecer, cuando se puso el sol, le llevaron todos los enfermos y endemoniados. La población entera se agolpaba a la puerta. Curó a muchos enfermos de diversos males y expulsó muchos demonios; y como los demonios lo conocían, no les permitía hablar. Se levantó de madrugada, se marchó al descampado y allí se puso a orar.
Simón y sus compañeros fueron y, al encontrarlo, le dijeron: «Todo el mundo te busca.»
Él les respondió: «Vámonos a otra parte, a las aldeas cercanas, para predicar también allí; que para eso he salido.»
Así recorrió toda Galilea, predicando en las sinagogas y expulsando los demonios.
Palabra del Señor
La enfermedad es un signo del estado en que se encuentra el hombre pecador: espiritualmente es ciego, sordo, paralítico… En la enfermedad, el hombre experimenta su impotencia, sus límites y su finitud (cf. Catecismo 1500). Las curaciones son signo de que el reino de Dios ha llegado.
Pero, además, la Palabra nos invita a descubrir algo muy importante: el poder de la Palabra de Dios.
Jesús cura principalmente por la Palabra, una Palabra que es eficaz, que tiene vida eterna. Como dijo el Centurión: Basta que lo digas de palabra, y mi criado quedará sano.
Por eso, hoy la Palabra nos invita a descubrir la importancia de escuchar. No es fácil escuchar. Nos cuesta escuchar. Y para ser curados necesitamos escuchar y acoger confiadamente la Palabra del Señor.
En la primera lectura, hemos escuchado el hermoso y conocido relato del niño Samuel, que está atento a la llamada del Señor y puede responder: Habla, Señor, que tu siervo te escucha. Así lo hemos cantado también en el Salmo: Tú no quieres sacrificios ni ofrendas, y en cambio me abriste el oído; no pides sacrificio expiatorio, entonces yo digo: Aquí estoy para hacer tu voluntad.
Escuchar la palabra de Dios no es sólo prestarle un oído atento, sino abrirle el corazón, ponerla en práctica: es obedecer (cf. Mt 7,24; Hch 16, 14).
Por eso, al comienzo de la predicación de Jesús, la Palabra te invita a escuchar cada día al Espíritu Santo que te habla a través de la Palabra, de los acontecimientos de la vida, de mociones interiores, para que seas feliz viviendo en la voluntad del Señor.
Somos el pueblo de la escucha. Lo hemos cantado en el Aleluya: Mis ovejas escuchan mi voz, dice el Señor, y yo las conozco, y ellas me siguen.