Reflexión viernes 22 de diciembre
Del evangelio según san Lucas 1,46-56
En aquel tiempo, María dijo: «Proclama mi alma la grandeza del Señor, “se alegra mi espíritu en Dios, mi salvador; porque ha mirado la humildad de su esclava”. Desde ahora me felicitarán todas las generaciones, porque el Poderoso ha hecho obras grandes en mí: “su nombre es santo, y su misericordia llega a sus fieles de generación en generación”. Él hace proezas con su brazo: dispersa a los soberbios de corazón, “derriba del trono a los poderosos y enaltece a los humildes, a los hambrientos los colma de bienes y a los ricos los despide vacíos. Auxilia a Israel, su siervo, acordándose de la misericordia” –como lo había prometido a “nuestros padres”– en favor de Abrahán y su descendencia por siempre». María se quedó con Isabel unos tres meses y volvió a su casa.
Palabra del Señor
Reflexión
Hoy escuchamos la oración que hizo la Virgen María cuando visitó a su prima Santa Isabel, el llamado «Magníficat» (pues así empieza esta oración en latín). Como podemos leer o escuchar, este maravilloso cántico de fe, está tejido de versículos tomados de la Sagrada Escritura.
Esto nos permite asomarnos al alma de la Virgen María, pues la boca habla de lo que rebosa el corazón. Así, el Magníficat, pone de manifiesto que los pensamientos de María, su corazón inmaculado, están en sintonía absoluta con el pensamiento de Dios, que su querer es un querer con Dios.
El Magníficat es así como un retrato del alma de la Santísima Virgen María, la mujer totalmente identificada con la Palabra de Dios, la humildes para quien la Palabra de Dios «es verdaderamente su propia casa, de la cual sale y entra con toda naturalidad. Habla y piensa con la Palabra de Dios; la Palabra de Dios se convierte en palabra suya, y su palabra nace de la Palabra de Dios». (Benedicto XVI)
La Iglesia nos invita a rezar con estas palabras de la Virgen, a hacerlas nuestras. Así, repitiendo las palabras de nuestra Madre, como cuando éramos infantes, aunque no las terminemos de comprender ni de vivir con plenitud, vayamos “aprendiendo a hablar” con Dios y nos vayamos transformando en Ella.