24 ene

Reflexión viernes 24 de enero

Del evangelio según san Marcos 3, 13-19

En aquel tiempo, Jesús subió al monte, llamó a los que quiso y se fueron con él. E instituyó doce para que estuvieran con él y para enviarlos a predicar, y que tuvieran autoridad para expulsar a los demonios: Simón, a quien puso el nombre de Pedro, Santiago el de Zebedeo, y Juan, el hermano de Santiago, a quienes puso el nombre de Boanerges, es decir, los hijos del trueno, Andrés, Felipe, Bartolomé, Mateo, Tomás, Santiago el de Alfeo, Tadeo, Simón el de Caná y Judas Iscariote, el que lo entregó.

Palabra del Señor

Reflexión

“El monte” es el lugar de la revelación y de la oración. El lugar de Dios. Ahí sube Jesús, como hacía tantas veces. Ese lugar habla de que el acto de constituir a los Doce no surge de la improvisación ni de la casualidad. Jesús, Dios y hombre, acomete una acción crucial, con absoluta conciencia y determinación.

“Instituyó Doce”. Instituir es algo más que elegir. Es hacer un cuerpo nuevo, un “colegio”. Cristo acaba de crear algo que no existía y que nunca dejará de hacerlo: la jerarquía de la Iglesia, los fundamentos de la Iglesia. A estos Doce les dará el encargo, el don y la tarea, de regir, de enseñar y de santificar a todo el Pueblo de Dios.

Por eso la constitución jerárquica de la Iglesia y la existencia en ella de un sacerdocio sagrado, que es esencialmente distinto del sacerdocio común de todos los fieles bautizados, es voluntad expresa de Jesucristo, es algo de derecho divino.

No podemos tener a Jesús prescindiendo de la realidad que él ha creado y en la cual se comunica: la Iglesia. Y la Iglesia como la ha pensado Cristo: con Pastores que conducen, santifican y enseñan, al resto de sus hermanos. En efecto, «para apacentar el Pueblo de Dios y acrecentarlo siempre, Cristo Señor instituyó en su Iglesia diversos ministerios, ordenados al bien de todo el Cuerpo. Pues los ministros que poseen la sacra potestad están al servicio de sus hermanos, a fin de que todos cuantos pertenecen al Pueblo de Dios y gozan, por tanto, de la verdadera dignidad cristiana, tendiendo libre y ordenadamente a un mismo fin, alcancen la salvación». (Lumen Gentium, 18)

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