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El combate espiritual IV

La coraza de la justicia

«Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia» (Ef 6, 14)

La segunda arma del buen combate cristiano es la “coraza de la justicia”. Es un arma defensiva. San Pablo nos invita a usar de ella, y lo hace con un imperativo preciso: revestid. Revestirse es “meterse dentro” del traje, o ponérselo por encima, quedando cubiertos por él. La justicia es, pues, la coraza dentro de la cual debemos permanecer, para que nuestros órganos vitales más importantes (a excepción de la cabeza, que tiene su propia “coraza”) queden protegidos de los golpes que podemos recibir. Sabemos que si nuestro corazón, pulmones o vísceras quedan heridos, todo el cuerpo morirá. Se puede perder un brazo, pero no el corazón; podemos perder una pierna, pero no los pulmones…  Es necesaria, pues, una coraza, y esta necesidad expresa una primera y doble verdad antropológica que nunca debe olvidarse en el combate: somos vulnerables y “ahí fuera” hay una hostilidad que busca y puede matarnos.

Con la coraza protectora, además, ocurre como con el vestido. El ser humano es el ser-que-se-viste. No elige vestirse o no, elige con qué vestirse. Ser humano es elegir cómo y con qué vestirse. Con la coraza, igual. Podemos elegir con qué protegernos, pero no si necesitamos o no protegernos… Por eso, ¡cuántas corazas vemos desfilar ante nosotros!, ¡cuántas podemos elegir! La gente se acoraza, para protegerse, con mil artefactos defensivos: indiferencia, victimismo, alienación, superficialidad, hacer daño antes de que me lo hagan, llegar a gustar del dolor (masoquismo), etc… Pero no todas las corazas son buenas, pues fácilmente pueden convertirse en una cárcel.

A nivel espiritual –el más verdadero–, también somos vulnerables y también requerimos de una coraza apropiada. Mi vida interior puede perderse. Y puede perderse no tanto por un mal que recibo de fuera, sino por el peor mal que existe: el que yo hago voluntariamente. Es ahí adonde apuntan las tentaciones del Maligno. No es una broma. Podemos perder el alma. Y esta perspectiva nos llena de un sano temor, realista, que hace posible el verdadero valor, alejado de la temeridad y de la cobardía. Este temor nos hace combatir revestidos. ¿De qué? ¿Cuál es la coraza que nos entrega el Señor para que mi alma no perezca ante las seducciones del mal? Ya ha sido dicho, la justicia.

La Escritura está llena de referencias a la justicia y a los justos. Los justos son los que caminan haciendo la voluntad de Dios, lo cual se verifica y acrisola en la hora de la prueba. En la hora de la prueba, el justo es quien no da el paso del mal, sino que se mantiene en los mandatos del Señor, creyendo que Él lo defenderá, que Dios será su defensa.

El justo es quien no se pone el yugo de los malvados, ni se sienta con los cínicos, ni habla mal de su prójimo, ni presta dinero a usura; el justo se mantiene en la palabra dada aún en daño propio… El justo no da el paso hacia la salida fácil de la mentira, hacia la adoración de los ídolos, hacia la traición… No da el paso fácil en la hora de la prueba, que es el pecado. No, el justo se mantiene en la justicia. Ésa es su defensa. Permanecer en la voluntad del Señor.

En la Sagrada Escritura tenemos, entre otros ejemplos, al justo José, hijo de Jacob. Toda su existencia es un caminar en medio de mil dificultades que le brindaron la ocasión de la violencia, de la impureza, de la mentira, de la codicia. En todo momento, sin embargo, José mantuvo su alma en paz, protegida, porque la revistió de hacer lo que Dios quiere. Recordemos sus palabras ante la deshonesta propuesta de la esposa de Putifar: “Después de cierto tiempo, la mujer de su amo puso sus ojos en José y le dijo: «Acuéstate conmigo». Pero él rehusó, y dijo a la mujer de su amo: «Mira, mi amo no se preocupa de lo que hay en la casa y todo lo suyo lo ha puesto en mi mano. Él no ejerce más autoridad en esta casa que yo, y no se ha reservado nada sino a ti, porque eres su mujer. ¿Cómo voy a cometer yo semejante injusticia y a pecar contra Dios?». Y, aunque ella insistía un día y otro, José no accedió a acostarse ni a estar con ella” (Gén 39, 7-10).

Así venció José. Se revistió de la voluntad de Dios, de la justicia. Fue justo con Dios y con los hombres. Y eso protegió su alma. Con la gracia de Dios, revistámonos también nosotros, en medio de la hostilidad de los enemigos del alma, de la coraza que de verdad nos protege: la justicia con Dios, con el prójimo, con uno mismo. Fuera de ahí estamos perdidos.

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