Reflexión del 8 abril, jueves de la Octava de Pascua
Evangelio
Lc 24,35-48
En aquel tiempo, los discípulos de Jesús contaron lo que les había pasado por el camino y cómo lo habían reconocido al partir el pan. Estaban hablando de estas cosas, cuando él se presentó en medio de ellos y les dice: «Paz a vosotros». Pero ellos, aterrorizados y llenos de miedo, creían ver un espíritu. Y él les dijo: «¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro corazón? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme y daos cuenta de que un espíritu no tiene carne y huesos, como veis que yo tengo».
Dicho esto, les mostró las manos y los pies. Pero como no acababan de creer por la alegría, y seguían atónitos, les dijo: «¿Tenéis ahí algo de comer?».
Ellos le ofrecieron un trozo de pez asado. Él lo tomó y comió delante de ellos.
Y les dijo: «Esto es lo que os dije mientras estaba con vosotros: que era necesario que se cumpliera todo lo escrito en la Ley de Moisés y en los Profetas y Salmos acerca de mí». Entonces les abrió el entendimiento para comprender las Escrituras.
Y les dijo: «Así está escrito: el Mesías padecerá, resucitará de entre los muertos al tercer día y en su nombre se proclamará la conversión para el perdón de los pecados a todos los pueblos, comenzando por Jerusalén. Vosotros sois testigos de esto».
Reflexión
Conviene recordar que sólo hace tres días que ha tenido lugar la ignominiosa muerte de Cristo en la cruz. Sus discípulos, que habían puesto tantas esperanzas en Él, como es lógico, están abatidos y desorientados. Se encuentran encerrados en una pequeña casa de Jerusalén (todos tendemos a encerrarnos cuando estamos abatidos o tememos algo). Ellos tienen miedo de que también puedan ser víctimas de los mismos jueces que condenaron a Jesús. A excepción de Juan, ninguno de los apóstoles se atrevió a seguir a Cristo en el camino al Calvario. Tenían mucho miedo.
Es domingo y desde las primeras horas de la mañana han llegado a sus oídos algunas noticias de unas posibles apariciones de Cristo. Son algunas mujeres las que han comenzado a hablar de ello. Mujeres… hablando siempre de más. No son testigos fiables, pero aquellas noticias no pueden dejar de producir cierto desasosiego interior en las almas de aquellos hombres. La noche que les envuelve parece acrecentar esa inquietud.
De repente tocan a la puerta y aparece Cleofás seguido de un amigo. Con gestos y grandes voces dicen: «¡Es verdad! ¡El Señor ha resucitado!»; el mismo Jesucristo se ha cruzado con ellos camino de Emaús. Al principio no le reconocieron —no lo podían creer—, pero al final del trayecto, cuando Cristo partió el pan, se dieron cuenta de que, efectivamente, era Él.
Imaginaos el follón que se montaría en la pequeña sala en la que se encontraban reunidos los apóstoles y otros discípulos. Ya no son sólo las mujeres las que hablan de que Jesucristo vive. ¿Será cierto?
De repente, en medio de ellos, sin llamar a la puerta, aparece la figura del mismo Jesús diciendo: «Paz a vosotros». En ese momento sintieron cualquier cosa menos paz. «Llenos de miedo por la sorpresa —dice el evangelista— creían ver un fantasma». No es para menos.
«¿Por qué os alarmáis?, ¿por qué surgen dudas en vuestro interior? Mirad mis manos y mis pies: soy yo en persona. Palpadme». La alegría invade a los discípulos: Él, el Mesías, está vivo. Cristo come delante de ellos y les explica las Escrituras. A la alegría sigue el entendimiento, la comprensión de lo que realmente había sucedido: Cristo con su muerte había vencido a la muerte.
Aquel hecho fue el acontecimiento más impresionante que jamás vivieron aquellos hombres y aquello transformó sus vidas para siempre. Desde aquel instante pusieron por obra la misión que el mismo Jesús les encomendó: predicar la conversión y el perdón de los pecados a todos los pueblos. Ser testigos de lo que habían vivido y experimentado. Y así nacería la Iglesia, fundada sobre el testimonio de aquellos hombres y mujeres sencillos que tuvieron un encuentro con Cristo vivo y resucitado.
Un encuentro que sigue repitiéndose a lo largo de la historia. Un encuentro que debemos haber vivido de algún modo también cada uno de nosotros; quizá no de un modo tan llamativo, pero no menos real. De ese encuentro brota el entendimiento de las Escrituras y el afán misionero por dar testimonio de la buena noticia: Jesucristo. Brota la esperanza, un modo de vivir único basado en la conciencia de que somos hijos de Dios. Que el miedo y el temor no se apodere nunca de nosotros. Así sea.