Reflexión jueves 9 de julio
Evangelio según san Mateo (10,7-15):
En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «Id y proclamad que el reino de los cielos está cerca. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, echad demonios.
Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis. No llevéis en la faja oro, plata ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni túnica de repuesto, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento.
Cuando entréis en un pueblo o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa saludad; si la casa se lo merece, la paz que le deseáis vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros. Si alguno no os recibe o no os escucha, al salir de su casa o del pueblo, sacudid el polvo de los pies. Os aseguro que el día del juicio les será más llevadero a Sodoma y Gomorra que a aquel pueblo.»
Reflexión
En el evangelio de ayer escuchábamos la elección por parte de Jesús de los doce apóstoles y su posterior envío a anunciar el Reino de Dios y curar toda enfermedad. El evangelio de hoy recoge nuevamente esa misión y añade el modo en el que los apóstoles deben llevarla a cabo: «Lo que habéis recibido gratis, dadlo gratis. No llevéis en la faja oro, plata ni calderilla; ni tampoco alforja para el camino, ni túnica de repuesto», etc. En otras palabras, no viváis preocupados por vuestro sostenimiento, porque lo que lleváis en vuestras manos vale más que cualquier tesoro o necesidad humana.
El hecho de que los apóstoles reciben de Cristo parte de su poder salvador es ciertamente un don, pero no es ningún premio. No es un premio del que poder vivir de rentas, sino una llamada a ser con Cristo grano de trigo que debe morir para dar fruto. Al decir estas palabras me viene inmediatamente a la mente el ejemplo del Papa Juan Pablo II, quien se afanó a lo largo de su vida por hacer llegar a todos el mensaje de Cristo y por todos supo sufrir con generosidad hasta el último momento. Él mismo, en una ocasión, cuando era obispo de Cracovia, definió al sacerdote como «un hombre para los otros hombres».
En esa tarea, los apóstoles deben ser ayudados por aquellos que directamente se ven beneficiados por su labor: los fieles laicos. Ellos deben acogerlos y cuidarlos. Un sacerdote es consciente de que su labor siempre le supera; que la vida de entrega que Dios le pide está siempre en conflicto con las pasiones que tiran de él como de cualquier otro ser humano: la comodidad, el egoísmo o el afán de tener. Por ello, el sacerdote necesita también la ayuda de la oración, de la comprensión y del perdón de los demás. Tanto es así que, consciente de la pequeñez de sus fuerzas frente a la magnitud de la tarea encomendada por Dios, cada día, el sacerdote al celebrar la eucaristía, antes del prefacio dice: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso», confiando en que aquellos a los que se dirige le ayuden a sobrellevar la sagrada carga que Dios le ha impuesto. No nos dejéis solos.