Reflexión jueves 16 diciembre
Evangelio según san Lucas (Lc 7, 24-30)
Cuando se marcharon los mensajeros de Juan, Jesús se puso a hablar a la gente acerca de Juan: «¿Qué salisteis a contemplar en el desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? Pues ¿qué salisteis a ver? ¿Un hombre vestido con ropas finas? Mirad, los que se visten fastuosamente y viven entre placeres están en los palacios reales.
Entonces, ¿qué salisteis a ver? ¿Un profeta? Sí, os digo, y más que un profeta. Este es de quien está escrito: “Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino ante ti”.
Porque os digo, entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que Juan. Aunque el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él».
Al oír a Juan, todo el pueblo, incluso los publicanos, recibiendo el bautismo de Juan, proclamaron que Dios es justo. Pero los fariseos y los maestros de la ley, que no habían aceptado su bautismo, frustraron el designio de dios para con ellos.
Palabra del Señor
Reflexión
- A las puertas del inicio de la semana previa al nacimiento de Jesús, en la primera lectura nos encontramos con un precioso himno de consuelo y esperanza que exalta la restauración que Dios va a llevar a cabo en la ciudad de Jerusalén después del destierro de Babilonia.
La esposa infiel y repudiada, que ha sufrido décadas de destierro, es de nuevo cortejada por el Señor: «Por un instante te abandoné, pero con gran cariño te reuniré. En un arrebato de ira, por un instante te escondí mi rostro, pero con amor eterno te quiero –dice el Señor, tu liberador–».
Va a sellar con ella una alianza eterna en el amor: «Me sucede como en los días de Noé: juré que las aguas de Noé no volverían a cubrir la tierra; así juro no irritarme contra ti ni amenazarte. Aunque los montes cambiasen y vacilaran las colinas, no cambiaría mi amor, ni vacilaría mi alianza de paz –dice el Señor que te quiere–».
- Nosotros sabemos que esa nueva alianza es inquebrantable porque está sellada con el sacrificio de Cristo. Su entrega en la cruz es la prueba palpable de que el amor de Dios es inmutable. En ella Dios ha pronunciado un “sí quiero” para siempre.
El evangelio nos recuerda una vez más la figura de Juan Bautista, subrayando en esta ocasión que él es el último eslabón en la larga preparación del pueblo judío para acoger el “sí quiero” de su Esposo.
Tal y como hemos visto a través de la primera lectura, el amor de Dios es transformador. Por ello, aunque «entre los nacidos de mujer no hay nadie mayor que Juan, el más pequeño en el reino de Dios es mayor que él». En Cristo todos, judíos y paganos, estamos llamados a ser nada más y nada menos que hijos de Dios.
Dios nos ha dado su sí quiero. Nosotros debemos responderle con el nuestro. Toda relación necesita de la reciprocidad para ser fecunda. Que nuestro sí a Dios sea un sí auténtico y valiente. «Quien deja entrar a Cristo no pierde nada, nada –absolutamente nada– de lo que hace la vida libre, bella y grande. ¡No! Sólo con esta amistad se abren las puertas de la vida. Sólo con esta amistad se abren realmente las grandes potencialidades de la condición humana. Sólo con esta amistad experimentamos lo que es bello y lo que nos libera»[1].
[1] Benedicto XVI, Homilía Inicio de ministerio petrino (24 de abril de 2005)