Reflexión del viernes, 12 de febrero
EVANGELIO
Lectura del santo Evangelio según san Marcos 7, 31-37
En aquel tiempo, dejando Jesús el territorio de Tiro, pasó por Sidón, camino del lago de Galilea, atravesando la Decápolis.
Y le presentaron un sordo, que, además, apenas podía hablar; y le piden que le imponga las manos.
El, apartándolo de la gente a un lado, le metió los dedos en los oídos y con la saliva le tocó la lengua.
Y mirando al cielo, suspiró y le dijo:
«Effetá (esto es, «ábrete»).
Y al momento se le abrieron los oídos, se le soltó la traba de la lengua y hablaba sin dificultad.
El les mandó que no lo dijeran a nadie; pero, cuanto más se lo mandaba, con más insistencia lo proclamaban ellos.
Y en el colmo del asombro decían:
«Todo lo ha hecho bien: hace oír a los sordos y hablar a los mudos.
Palabra del Señor
Reflexión
Hay diversos grados de sordera. Está la incapacidad física de oír ruidos, pero está también la sordera psicológica. Quien está concentrado en su trabajo no oye el timbre de la puerta, ignora el timbre del teléfono, el ruido del tráfico y las voces de la habitación de al lado. Una concentración de este tipo es un gran don, pero puede ser también un defecto. Quien tiene una idea fija en la cabeza, no atiende a razones; un muchacho locamente enamorado es sordo a las advertencias de quien le pone en guardia, y no hace más que repetir sus motivos: en un cierto sentido es también mudo, sólo sabe hablar de sus razones.
El amor y la pasión son sentimientos distintos. El amor favorece la concentración sobre una persona en particular, pero no cierra la puerta a la atención de los demás. Por el contrario, la pasión nos hace psicológicamente sordos y mudos y funciona, un poco, como cuando con una grabadora se borra todo lo que ha sido grabado anteriormente en ella.
San Teodoro explica a sus religiosos las grandes ventajas del silencio, pero añade: existe un silencio increíblemente dañino, el mutismo con el propio confesor. En este caso no está el Señor para poder decirnos: ¡Effetá, ábrete!, es decir: confiesa lo que te turba, atrae o repugna, porque sólo el hecho de hablar de ello aligerará tu peso.
El hombre puede estar atado de pies y manos, pero no se le puede atar la lengua.
Dos personas pelean y dejan de hablarse. Es una situación penosa y es ciertamente justo aconsejar pedir disculpas e intentar saludarse de nuevo. Pero, a veces, estos consejos no tienen éxito. La lengua parece atada, pegada al paladar. ¿Quién puede soltar estos nudos interiores? Sólo el amor, que puede tocar los corazones para que las palabras vuelvan a fluir y a restablecer los contactos.
La parálisis de la lengua es un pecado recurrente en la sociedad. Elegimos personas con las que hablar y, a los demás, que no nos interesan, ni siquiera las vemos, ni los oímos si tienen necesidad de nosotros. Después, ante nosotros mismos nos justificamos diciendo que, en el fondo, ignorándolos, no hacemos nada malo.
En cambio, necesitamos ser tocados por Cristo, para que se suelten los vínculos de la lengua que impiden las palabras de caridad.