9 nov

Reflexión jueves 9 de noviembre

Del Evangelio según san Juan 2, 13-22

Se acercaba la Pascua de los judíos y Jesús subió a Jerusalén. Y encontró en el templo a los vendedores de bueyes, ovejas y palomas, y a los cambistas sentados; y, haciendo un azote de cordeles, los echó a todos del templo, ovejas y bueyes; y a los cambistas les esparció las monedas y les volcó las mesas; y a los que vendían palomas les dijo: «Quitad esto de aquí: no convirtáis en un mercado la casa de mi Padre».

Sus discípulos se acordaron de lo que está escrito: «El celo de tu casa me devora». Entonces intervinieron los judíos y le preguntaron: «¿Qué signos nos muestras para obrar así?».

Jesús contestó: «Destruid este templo, y en tres días lo levantaré». Los judíos replicaron: «Cuarenta y seis años ha costado construir este templo, ¿y tú lo vas a levantar en tres días?».

Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Y cuando resucitó de entre los muertos, los discípulos se acordaron de que lo había dicho, y creyeron a la Escritura y a la palabra que había dicho Jesús.

Palabra del Señor

Reflexión

            Celebramos hoy la fiesta de la Dedicación de la Basílica de Letrán, que –según consta en la misma pared de la entrada del templo– es «la cabeza y la madre de todos los templos de la urbe de Roma y del resto del mundo». Es un día para tomar conciencia de la importancia que tiene el templo cristianos en nuestra vida. El templo es el lugar donde la comunidad o asamblea cristiana es convocada como tal por Cristo para celebrar la fe, recibir la palabra del Señor y comunicarnos el misterio de la gracia divina. En él somos bautizados, recibimos la primera comunión, el perdón, nos casamos y nos despiden nuestros seres queridos el día de nuestro funeral.

            El periodista y escritor italiano Vittorio Messori cuenta que tras su repentina e inesperada conversión gustaba de recorrer las calles de su Turín descubriendo «cuantos más lugares sagrados mejor». Las iglesias en las que había entrado hasta entonces, como paseante incansable y curioso, «le parecían restos de un pasado superado y, en cualquier caso, irrelevante. Ahora las descubría por lo que eran de verdad, y que antes no entendía, que no podía entender: pequeños y grandes palacios para custodiar un tabernáculo en el que —¿cómo imaginarlo?— latía la Vida. Aquella que va verdaderamente con mayúscula»[1]: Cristo (Jn 14,6).

Precisamente, la presencia real de Cristo sacramentado hace de este edificio un lugar distinto de todos los demás, un lugar donde el espacio y el tiempo cambian de significado porque lo eterno y lo caduco se funden. Este es un lugar santo, una fuente de la que mana la vida eterna que hace nuevas todas las cosas y las dota de un sentido salvífico.

  • Esta es la casa de la familia de los hijos de Dios, nuestra casa. Por ello debemos venir aquí no como invitados o huéspedes, sino como anfitriones. Cuidar y mantener el templo no es una tarea del párroco, sino de todos los fieles.

Cuando estaba en el seminario, vino un obispo de México, de una zona que hacia poco tiempo había sufrido una catástrofe natural. Me acuerdo que me sorprendió mucho el hecho de que el obispo comentará emocionado que la gente de los pueblos afectados se movilizó para arreglar en primer lugar sus parroquias, antes que sus propias casas; la casa del Señor era la verdadera casa de todos. Nosotros ¿cuidamos de nuestra parroquia o pensamos que eso es cosa de otros? ¿Somos huéspedes o anfitriones?

Más importante todavía: ¿con qué actitud entramos en la iglesia y vivimos la celebración? ¿Tenemos la delicadeza de apagar le móvil al entrar en la iglesia? ¿Buscamos a Cristo en el sagrario y hacemos una genuflexión bien hecha o seguimos la conversación? ¿Guardamos un clima de silencio, de respeto y de compostura adecuado durante la celebración? Un profundo silencio en el momento de la consagración y de la comunión puede ser el mejor testimonio de nuestra fe y mover a la conversión a más de una persona.

  • Ojalá la celebración de la fiesta de la dedicación de la basílica de Letrán nos sirva para tomar conciencia de la presencia real de Cristo entre estas paredes y obremos en consecuencia con ello tanto a nivel material como espiritual. Así sea.

[1] V. Messori – A. Tornielli, Por qué creo. Una vida para dar razón de la fe, Madrid 2009, p. 201.

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