3 dic

Reflexión martes 3 de diciembre

Lectura del santo evangelio según san Lucas (10,21-24):

En aquella hora Jesús se lleno de la alegría en el Espíritu Santo y dijo:
«Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y entendidos, y las has revelado a los pequeños. Sí, Padre, porque así te ha parecido bien.
Todo me ha sido entregado por mi Padre, y nadie conoce quién es el Hijo sino el Padre; ni quién es el Padre sino el Hijo y aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar».
Y, volviéndose a sus discípulos, les dijo aparte:
«¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes quisieron ver lo que vosotros veis, y no lo vieron; y oír lo que vosotros oís, y no lo oyeron».

Palabra del Señor

Reflexión

Hoy la Palabra nos da otra clave importante para poder acoger al Señor: Te doy gracias, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque has escondido estas cosas a los sabios y a los entendidos, y las has revelado a la gente sencilla.

La humildad es la puerta de la fe. Es el humus, la tierra buena en la que la semilla puede ser acogida y dar fruto abundante.

La humildad es dejarte hacer por el Señor. Como nos decía la Palabra del Domingo, ser arcilla en manos del Alfarero, que te va modelando cada día con su Palabra, con tu historia, con tu cruz…

La humildad es no vivir en la autosuficiencia, sino vivir agradecido en la comunidad eclesial que el Señor te ha dado.

La humildad no es negar los dones recibidos. Es reconocer que son dones, es decir, que te los han dado. ¡Y gratuitamente! Sin mérito alguno por tu parte. Y, por tanto, vivir sin robarle la gloria a Dios.

La humildad es reconocer que tú no eres dios; que tú no te das la vida a ti mismo; que tú no te salvas a ti mismo. Que el único que puede renovar la tierra –la tierra del mundo, la tierra de tu corazón, la de tu familia, la de la Iglesia, la de tu comunidad…– es el Señor, con el de su Espíritu, como nos ha anunciado el profeta Isaías.

Por eso, hemos cantado en el Aleluya: Mirad, el Señor llega con poder e iluminará los ojos de sus siervos.

Un signo de que vas acogiendo al Señor en tu corazón es la alegría que produce su presencia, alegría que lleva a la alabanza: ¡Bienaventurados los ojos que ven lo que vosotros veis! Porque os digo que muchos profetas y reyes desearon ver lo que veis vosotros, y no lo vieron; y oír lo que oís, y no lo oyeron

pastoral

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