Reflexión Sábado 18 de abril

«María Magdalena (…) fue a comunicar la noticia a los
que habían vivido con Él, pero no creyeron»
Hoy, el Evangelio nos ofrece la oportunidad de meditar algunos aspectos de los
que cada uno de nosotros tiene experiencia: estamos seguros de amar a Jesús, lo
consideramos el mejor de nuestros amigos; no obstante, ¿quién de nosotros
podría afirmar no haberlo traicionado nunca? Pensemos si no lo hemos mal
vendido, por lo menos alguna vez, por un bien ilusorio, del peor oropel. En
segundo lugar, aunque frecuentemente estamos tentados a sobrevalorarnos en
cuanto cristianos, sin embargo el testimonio de nuestra propia conciencia nos
impone callar y humillarnos, a imitación del publicano que no osaba ni tan sólo
levantar la cabeza, golpeándose el pecho, mientras repetía: «Oh Dios, ven junto
a mí a ayudarme, que soy un pecador» (Lc 18,13).
Afirmado todo esto, no puede sorprendernos la conducta de los discípulos. Han
conocido personalmente a Jesús, le han apreciado los dotes de mente, de
corazón, las cualidades incomparables de su predicación. Con todo, cuando
Jesucristo ya había resucitado, una de las mujeres del grupo —María Magdalena—
«fue a comunicar la noticia a los que habían vivido con Él, que estaban tristes y
llorosos» (Mc 16,10) y, en lugar de interrumpir las lágrimas y comenzar a bailar
de alegría, no le creen. Es la señal de que nuestro centro de gravedad es la tierra
Los discípulos tenían ante sí el anuncio inédito de la Resurrección y, en cambio,
prefieren continuar compadeciéndose de ellos mismos. Hemos pecado, ¡sí! Le
hemos traicionado, ¡sí! Le hemos celebrado una especie de exequias paganas, ¡sí!
De ahora en adelante, que no sea más así: después de habernos golpeado el
pecho, lancémonos a los pies, con la cabeza bien alta mirando arriba, y…
¡adelante!, ¡en marcha tras Él!, siguiendo su ritmo. Ha dicho sabiamente el
escritor francés Gustave Flaubert: «Creo que si mirásemos sin parar al cielo,
acabaríamos teniendo alas». El hombre, que estaba inmerso en el pecado, en la
ignorancia y en la tibieza, desde hoy y para siempre ha de saber que, gracias a la
Resurrección de Cristo, «se encuentra como inmerso en la luz del mediodía».

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