31 mar

Reflexión viernes 31 de marzo

Del evangelio según san Juan 10,31-42

En aquel tiempo, los judíos agarraron piedras para apedrear a Jesús. Él les replicó: «Os he hecho ver muchas obras buenas por encargo de mi Padre: ¿por cuál de ellas me apedreáis?» Los judíos le contestaron: «No te apedreamos por una obra buena, sino por una blasfemia: porque tú, siendo un hombre, te haces Dios». Jesús les replicó: «¿No está escrito en vuestra ley: “Yo os digo: sois dioses”? Si la Escritura llama dioses a aquellos a quienes vino la palabra de Dios, y no puede fallar la Escritura, a quien el Padre consagró y envió al mundo, ¿decís vosotros: “¡Blasfemas!” Porque he dicho: “Soy Hijo de Dios”? Si no hago las obras de mi Padre, no me creáis, pero si las hago, aunque no me creáis a mí, creed a las obras, para que comprendáis y sepáis que el Padre está en mí, y yo en el Padre». Intentaron de nuevo detenerlo, pero se les escabulló de las manos. Se marchó de nuevo al otro lado del Jordán, al lugar donde antes había bautizado Juan, y se quedó allí. Muchos acudieron a él y decían: «Juan no hizo ningún signo; pero todo lo que Juan dijo de este era verdad». Y muchos creyeron en él allí.

Reflexión

El Evangelio narra hoy la tremenda decisión tomada por algunos judíos: quieren apedrear a Jesús. Maduran la decisión, consienten a ella, toman piedras y, si no fuera porque Jesús se escabulle, lo habrían apedreado. Este dato nos dice, al menos, dos cosas:

  • A Jesús, Nuestro Señor, el Viernes Santo no le quitaron la vida sin que Él se diera cuenta o sin que pudiera evitarlo, es decir, la muerte en Cruz no le sobrevino por sorpresa, sino que Él fue aceptó que lo agarraran y llevaran a morir. En este pasaje del Evangelio, como en otros, se ve con claridad que, si Él no hubiera querido bajo ningún concepto ser crucificado, no habrían podido hacerlo: Él sabía y podía escabullirse de los opresores. Solo cuando discierne que es “la hora”, se deja atrapar. Él mismo lo dijo: «Nadie me quita la vida, sino que la doy libremente» (Jn 10,18)
  • A Jesús lo querían matar. Suena obvio y banal, pero no lo es. El deseo y la decisión de matar al hombre más bueno que ha habido en la tierra, la decisión de matar a Dios hecho hombre, al más bello de los hijos de Adán, al que sólo hizo el Bien, y sólo dijo la Verdad… es estremecedor. ¡Querer matar a Cristo! Es un deseo que hace temblar: ¿qué nos pasa?, ¡cuánto es de terrible el pecado¡, ¡qué grande es la tentación!, ¡qué contrario el mal al bien!… son interrogantes que se vuelven especialmente dramáticos cuando vemos aparecer en el Evangelio (y en nuestros corazones) este deseo de matar a Cristo.

Y de matar apedreándolo. Lanzar piedras es matar a distancia, sin querer tocar a la víctima, o por miedo o por asco o por no quedar impuro. Como a un animal salvaje. Es también un dar muerte colectivamente: un pueblo es quien puede matar por apedreamiento, no un individuo. El mundo, enemigo del alma y de Dios. El mundo: todos juntos nos autoconvencemos de que debe ser así, de que Cristo no debe reinar sobre nosotros. Es un dar muerte como quitando de la vista, dejando lejos al ajusticiado: que no se acerque, que no esté aquí, que no entre en nuestro pueblo, en nuestras vidas. Es lo que decimos con cada pecado. No estamos tan lejos de aquellos apedreadores, ¿verdad?

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