Reflexión domingo 6 de noviembre
Lectura del santo evangelio según san Lucas (20,27-38):
En aquel tiempo, se acercaron algunos saduceos, los que dicen que no hay resurrección, y preguntaron a Jesús:
«Maestro, Moisés nos dejó escrito: “Si a uno se le muere su hermano, dejando mujer pero sin hijos, que tome la mujer como esposa y de descendencia a su hermano . Pues bien, había siete hermanos; el primero se casó y murió sin hijos. El segundo y el tercero se casaron con ella, y así los siete, y murieron todos sin dejar hijos. Por último, también murió la mujer. Cuando llegue la resurrección, ¿de cuál de ellos será la mujer? Porque los siete la tuvieron como mujer».
Jesús les dijo:
«En este mundo los hombres se casan y las mujeres toman esposo, pero los que sean juzgados dignos de tomar parte en el mundo futuro y en la resurrección de entre los muertos no se casarán ni ellas serán dadas en matrimonio. Pues ya no pueden morir, ya que son como ángeles; y son hijos de Dios, porque son hijos de la resurrección.
Y que los muertos resucitan, lo indicó el mismo Moisés en el episodio de la zarza, cuando llama al Señor: “Dios de Abrahán, Dios de Isaac, Dios de Jacob”. No es Dios de muertos, sino de vivos: porque para él todos están vivos».
Palabra del Señor
Reflexión
La Palabra hoy nos habla de la vida eterna, que es la meta hacia la que caminamos. Dios te ama tanto, que no te ha creado para vivir unos cuantos años… Te ama tanto que te ha creado para vivir con Él para siempre, para toda la eternidad.
La meta de tu vida no es llegar a viejo sino llegar al cielo. Este es el consuelo eterno que nos ha regalado, y la esperanza dichosa que nos da consuelo para el corazón y fuerza para toda clase de palabras y obras buenas.
La vida eterna no es una simple continuación de esta vida, sino una vida nueva y distinta, una vida en plenitud que no alcanzamos a comprender con nuestra mentalidad terrena: ni el ojo vio, ni el oído oyó, ni el hombre puede pensar lo que Dios tiene preparado para los que le aman. Y Dios nos lo ha revelado por el Espíritu (cf. 1 Co 2, 9-10).
Lo hemos cantado en el Salmo: Al despertar me saciaré de tu semblante, Señor. Y también en el Aleluya: Jesucristo es el primogénito de entre los muertos.
No podemos vivir como los saduceos del evangelio: son materialistas, sólo piensan en esta vida, y están convencidos de que todo se termina en la muerte y que, después de ella, no hay nada. ¡Triste destino!
Esta es una de las razones del pesimismo, la desesperanza y el nihilismo en que vive tanta gente. Esta es una de las razones de la gran crisis que estamos viviendo.
Cuando se apaga la luz de Cristo la vida se torna un túnel oscuro. Por eso, tantas veces queremos llenar el vacío existencial buscando falsos paraísos, confiando en los ídolos: el dinero, el poder, la vanidad, el alcohol, la droga, el placer, el culto al cuerpo, el éxito… para verse abocados más y más en la oscuridad de una vida que sólo Dios puede iluminar y llenar de sentido, incluso en medio del dolor y la cruz.
La Palabra de Dios nos recuerda que Dios es un Dios de vivos, que Dios quiere la vida, y que Dios nos ama tanto, que no nos ha creado para vivir “cien años”, sino que nos ha creado para que vivamos para siempre junto a Él.
Y esta confianza firme en la fidelidad de Dios y en la victoria de Jesucristo, con el don de su Espíritu nos da la fuerza para poder combatir el combate de la fe. Incluso en circunstancias difíciles, como vemos en la primera lectura.
Los hermanos Macabeos son capaces de ser fieles hasta dar la vida porque esperan la resurrección de los muertos y confían en la fidelidad de Dios.
El testimonio impresionante de los Macabeos nos invita a dar un testimonio ferviente y convencido; nos invita a obedecer a Dios antes que a los hombres. Prefirieron morir antes que obedecer leyes que iban contra la ley de Dios.