13 jul

Reflexión jueves 13 de julio

Lectura del santo evangelio según san Mateo (Mt 10,7-15)

En aquel tiempo, dijo Jesús a sus apóstoles: «Id y proclamad que ha llegado el reino de los cielos. Curad enfermos, resucitad muertos, limpiad leprosos, arrojad demonios. Gratis habéis recibido, dad gratis.

No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón; bien merece el obrero su sustento. Cuando entréis en una ciudad o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis. Al entrar en una casa, saludadla con la paz; si la casa se lo merece, vuestra paz vendrá a ella. Si no se lo merece, la paz volverá a vosotros.

Si alguno no os recibe o no escucha vuestras palabras, al salir de su casa o de la ciudad, sacudid el polvo de los pies. En verdad os digo que el día del juicio les será más llevadero a Sodoma y Gomorra que a aquella ciudad».

Palabra del Señor

Reflexión

  • A la elección del grupo de los Doce Apóstoles para extender el anuncio del Reino y su poder transformador entre los hombres sigue en el evangelio de Mateo el segundo de los grandes discursos de enseñanzas de Jesús centrado en cómo deben anunciar el Reino y qué deben esperar cuando lo hagan. Un discurso bastante más breve que el primero del sermón de la montaña.

El fragmento que hoy hemos escuchado responde de una manera clara al “cómo” debe ser anunciado el Reino de los Cielos: Imitando a Jesús en el desprendimiento de los bienes y la confianza en la Providencia divina. «Gratis habéis recibido, dad gratis. No os procuréis en la faja oro, plata ni cobre; ni tampoco alforja para el camino, ni dos túnicas, ni sandalias, ni bastón». En otras palabras, no viváis agobiados por vuestro sostenimiento, porque lo que lleváis en vuestras manos vale más que cualquier necesidad humana. Recordemos que ya había hablado en este mismo sentido en el sermón de la montaña: «No estéis agobiados por vuestra vida pensando qué vais a comer, ni por vuestro cuerpo pensando con qué os vais a vestir» (Mt 6, 25).

            Como veíamos ayer, la llamada de Cristo es un don y tarea, pero en ningún caso un premio del que poder vivir de rentas. En una película sobre el Papa Juan Pablo II (Karol), cuando era obispo de Cracovia, aparece acogiendo a unos seminaristas checos que acababan de cruzar la frontera polaca. Las primeras palabras que les dirige en su nueva etapa de formación son: «Voy a empezar dándoos mi definición de sacerdote: “Un hombre para otros”». En definitiva, se trata de que el sacerdote sea otro Cristo y afronte la vida como él.

  • En esa tarea de entrega, vemos en el evangelio que los apóstoles deben ser ayudados por aquellos que directamente se ven beneficiados por su labor: «Cuando entréis en una ciudad o aldea, averiguad quién hay allí de confianza y quedaos en su casa hasta que os vayáis». La comunidad cristiana debe acoger con gozo y cuidado a aquellos que entregan su vida al servicio de los demás. Todos somos Iglesia, todos formamos parte de un mismo cuerpo y nos necesitamos unos a otros. En una parroquia es importante que la gente deje de verse a sí misma como si fueran invitados a una casa ajena. No somos invitados, sino anfitriones, que deben procurar que los que se acercan por primera vez a la parroquia se sientan acogidos y miembros de una familia. La hospitalidad es la forma de ser misioneros de muchos miembros de la comunidad.

Si somos anfitriones cuidaremos con gusto de nuestra casa e intentaremos que esté bonita. Y para eso, sí, hay que rascarse el bolsillo. Y cuidaremos del sacerdote, conscientes de que su labor siempre le supera; que la vida de entrega que Dios le pide está siempre en conflicto con las bajas pasiones que tiran de él como de cualquier otro ser humano: la comodidad, el egoísmo o la pereza. Por ello, el sacerdote necesita también la ayuda de la oración, de la comprensión y del perdón de los demás.

Tanto es así que, consciente de la pequeñez de sus fuerzas frente a la magnitud de la tarea encomendada por Dios, cada día, el sacerdote al celebrar la eucaristía, antes de comenzar el prefacio dice: «Orad, hermanos, para que este sacrificio mío y vuestro sea agradable a Dios, Padre todopoderoso», confiando en que aquellos a los que se dirige le ayuden a sobrellevar la sagrada carga que Dios le ha impuesto. No nos dejéis solos.

pastoral

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