17 nov

Reflexión jueves 17 de noviembre

Evangelio según san Lucas 19, 41-44

En aquel tiempo, al acercarse Jesús a Jerusalén y ver la ciudad, lloró sobre ella, mientras decía: «¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz! Pero ahora está escondido a tus ojos. Pues vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco de todos lados, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra. Porque no reconociste el tiempo de tu visita».

Palabra del Señor

Reflexión

  • Desde hace varias semanas estamos siguiendo en el evangelio el viaje que lleva a Jesús desde Galilea a Jerusalén para vivir el misterio pascual. Estamos ya en la recta final de ese viaje. Jesús baja por el monte de los olivos hacia la ciudad de Jerusalén a lomos de un borrico, aclamado por una comitiva de gente que alaba a Dios y da gritos de júbilo.

Pero, cuando llegan a una elevación desde la que se domina la Ciudad Santa, la alegría de la comitiva se ve turbada por el inesperado llanto de Jesús, que se dirige a la ciudad profetizando su futura destrucción. «Vendrán días sobre ti en que tus enemigos te rodearán de trincheras, te sitiarán, apretarán el cerco de todos lados, te arrasarán con tus hijos dentro, y no dejarán piedra sobre piedra». Efectivamente, en el año 70 el general romano Tito destruirá por completo el Templo y la ciudad de Jerusalén.

Al contemplar la ciudad, Jesús parece lanzar una última llamada a reconocerle a él como el Mesías, como el príncipe de la paz: «¡Si reconocieras tú también en este día lo que conduce a la paz!». ¡Qué diferente sería tu destino, si las autoridades judías actuasen como este grupo de personas sencillas que le acompañan! Les ha ofrecido su luz, su amor; les ha hablado de Dios como el Padre que siempre nos perdona y acoge, ha hecho milagros… y aún así las autoridades judías rechazan el sublime tesoro que les ofrece: «No reconociste el tiempo de tu visita».

  • Para los autores místicos, Jerusalén es símbolo del alma humana. En una ciudad hay muchas calles, oficinas y tiendas. También el alma tiene muchos intereses, pero estos tienen sentido si, en medio de ellos, Dios tiene un puesto. Él logra unir lo que está disperso en nuestra vida; pero, si perdemos el recuerdo de Dios, todos nuestros pensamientos pierden unidad e integridad.

El desasosiego propio del hombre de hoy, que aparentemente lo tiene todo, procede del hecho de no haber descubierto lo más importante: quién es él en realidad: hijo de Dios. Una célebre frase de San Agustín lo expresa muy bien: Señor «nos has hecho para ti y nuestro corazón no halla sosiego hasta que descansa en ti» (San Agustín, Confesiones, 1, 1, 1).

  • La destrucción del Templo será el signo más palpable de la caducidad de la Antigua Alianza y el establecimiento de la Nueva que nace en la cruz del Calvario y cuyo acto de culto fundamental es la eucaristía.

Es significativo el hecho de que en ella son constantes las referencias a la paz que procede de Cristo: Al comienzo de la misa, algunas de las fórmulas permitidas nos hablan del don de la paz de Dios. En el himno del gloria decimos: «Paz en la tierra a los hombres que ama el Señor». Pero es, sobre todo, en el rito de la comunión donde está palabra aparece con más frecuencia: «Concédenos la paz en nuestros días», decimos al acabar el padrenuestro; somos invitados a recibir y compartir la paz que Jesús dio a los apóstoles; e inmediatamente después aclamamos a Cristo como Cordero de Dios y le pedimos que nos dé la paz. Finalmente, la celebración concluye con la fórmula: «Podéis ir en paz».

Podemos ir en paz, porque sabemos quienes somos y que no caminamos solos en la vida. ¡Qué afortunados somos!

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