7 abr

Reflexión jueves 7 de abril

Evangelio según san Juan (Jn 8, 51-59)

En aquel tiempo, dijo Jesús a los judíos: «En verdad, en verdad os digo: quien guarda mi palabra no verá la muerte para siempre».

Los judíos le dijeron: «Ahora vemos claro que estás endemoniado; Abrahán murió, los profetas también, ¿y tú dices: “Quien guarde mi palabra no gustará la muerte para siempre”? ¿Eres tú más que nuestro padre Abrahán, que murió? También los profetas murieron, ¿por quién te tienes?».

Jesús contestó: «Si yo me glorificara a mí mismo, mi gloria no valdría nada. El que me glorifica es mi Padre, de quien vosotros decís: “Es nuestro Dios”, aunque no lo conocéis. Yo sí lo conozco, y si dijera “No lo conozco” sería, como vosotros, un embustero; pero yo lo conozco y guardo su palabra. Abrahán, vuestro padre, saltaba de gozo pensando ver mi día; lo vio, y se llenó de alegría».

Los judíos le dijeron: «No tienes todavía cincuenta años, ¿y has visto a Abrahán?».

Jesús les dijo: «En verdad, en verdad os digo: antes de que Abrahán existiera, yo soy». Entonces cogieron piedras para tirárselas, pero Jesús se escondió y salió del templo.

Palabra del Señor

 

Reflexión

            Las palabras de Jesús: «Quien guarda mi palabra no sabrá lo que es morir para siempre» exasperan los ánimos de los judíos que le escuchan. Estos le acusan de mentir y de ser un orgulloso que se pone por encima, nada más y nada menos, que de los patriarcas y los profetas. Los judíos reaccionan así porque malinterpretan las palabras de Jesús, creyendo que Este se refiere a la muerte física. Pero ¿a qué se refiere Cristo realmente? Para responder a esta pregunta necesitamos hablar del concepto de vida eterna.

  • A bote pronto uno piensa que la vida eterna es la vida que viene después de la muerte, lo cual es cierto, pero no es del todo exacto, ya que también tiene que ver y mucho con la vida presente, de cada día. Entonces, en qué quedamos.

Quizás nos ayude a resolver este dilema el recordar el momento del bautismo. Ese día a los padres se les hace la siguiente pregunta: «¿Qué pedís a la Iglesia para vuestros hijos?». Y caben dos posibles respuestas: «El bautismo» o «La vida eterna». De ambas formas se pide que el niño sea incorporado a la Iglesia, a la gran familia de los hijos de Dios.

Precisamente eso es la vida eterna: la participación en la mismísima vida divina como hijos adoptivos de Dios; la vida de la gracia. Una vida tan poderosa que la muerte no puede vencerla, sino que se extiende más allá de ella en la felicidad de un futuro sin fin, junto a Aquél que es la Vida con mayúsculas.

Así pues, la vida eterna hace referencia, efectivamente, a aquella vida que sigue a la muerte, a la vida celestial; pero sin olvidar que esa vida la participamos ya aquí y ahora gracias al don del Espíritu Santo que recibimos con el bautismo y que renovamos a través de la oración, la caridad y de los sacramentos. «Al darnos su Espíritu —decía Juan Pablo II—, Cristo entra en nuestra vida, para que cada uno de nosotros pueda decir, como san Pablo: «Ya no vivo yo, sino que es Cristo quien vive en mí» (Ga 2, 20)»[1].

  • En este contexto la parroquia, como gustaba de decir el Papa Juan XXIII, es como aquella antigua fuente de las aldeas a las que iban todos los vecinos desde sus casas para recoger el agua que les fortalecía en sus actividades cotidianas: en este caso, el agua viva que un día Cristo ofreció a la mujer samaritana, su propia vida divina que en el interior de cada persona se convierte en fuente de agua que brota para la vida eterna (Jn 4, 14).

[1] Juan Pablo II, Catequesis de la audiencia de los miércoles (10-06-1998)

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