Reflexión viernes 1 de mayo
Evangelio
Lectura del santo evangelio según san Juan (6,52-59):
EN aquel tiempo, disputaban los judíos entre sí:
«¿Cómo puede este darnos a comer su carne?».
Entonces Jesús les dijo:
«En verdad, en verdad os digo: si no coméis la carne del Hijo del hombre y no bebéis su sangre, no tenéis vida en vosotros. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el último día.
Mi carne es verdadera comida, y mi sangre es verdadera bebida.
El que come mi carne y bebe mi sangre habita en mí y yo en él.
Como el Padre que vive me ha enviado, y yo vivo por el Padre, así, del mismo modo, el que me come vivirá por mí.
Este es el pan que ha bajado del cielo: no como el de vuestros padres, que lo comieron y murieron; el que come este pan vivirá para siempre».
Esto lo dijo Jesús en la sinagoga, cuando enseñaba en Cafarnaún.
Palabra del Señor
Hay muchos milagros eucarísticos en los que la Sagrada Forma ha sangrado o ha aparecido en ella impreso el rostro de Cristo vivo. Todos conocemos lo del milagro de San Genaro que se da todos los años, lo del antiguo relicario en Lanciano con la sangre coagulada que parece carne viva. También la ciencia confirma que se trata de hechos inexplicables. Aquí en España los corporales de Daroca y aquí en València en conocido como “el miracle dels peixets” de Alboraia.
Pero no es correcto entender la palabra “cuerpo” de un modo demasido somático, como si sólo se tratara de una parte de nuestra persona, separada del alma. En la Biblia, el término “cuerpo” tiene un significado más amplio. En el Antiguo Testamento Dios “asume un cuerpo” cuando se revela, cuando se hace visible, cuando entra en el mundo. En la Eucaristía, el pan y el vino se convierten en el cuerpo y la sangre de Cristo. Cristo está entre nosotros, real y totalmente presente en el altar con alma y cuerpo, con su divinidad y humanidad.
La expresión “beber la sangre” es fuerte, y puede suscitar reacciones negativas. Hay quien le horroriza la sangre. Hay algo de atávico en la sangre, los pueblos antiguos creían que en la sangre estaba la sede del alma, porque parecía que la vida se fuera con la efusión de la sangre. Pero la sangre es también símbolo de una fuerte unión, y de hecho se habla de las relaciones familiares con vínculos de sangre.
San Ignacio de Antioquía usa estas expresiones: comer el pan eucarístico y beber el vino significa entrar en el cuerpo y en el alma de Cristo. Los autores modernos evitan hablar de cuerpo y alma como de hechos distintos, separados y, a menudo, utilizan la expresión “ser, hacerse de la misma sangre de Jesús”. Con la santa Comunión, nos hacemos parientes de Cristo en la vida eterna: Dios es nuestro verdadero Padre, María nuestra verdadera Madre, y los hombres nuestros hermanos, porque en todos circula la misma sangre.
En el libro del Éxodo vemos como el maná caía de lo alto, era pan bajado del cielo. Los dones eucarísticos, por el contrario, son fruto de la tierra y del trabajo del hombre. Aquí ocurre algo parecido a lo que sucedió en la creación. El cuerpo del hombre se forma con el polvo de la tierra (Gn 2,7) pero es Dios mismo quien da el aliento de vida. Jesús como Hijo del hombre proviene de la estirpe de David, del género humano, pero como Hijo de Dios ha bajado del cielo.
En el Sagrario encontramos el cielo en la tierra.