13 oct

Reflexión viernes 13 de octubre

Del evangelio según san Lucas 11, 15-26

En aquel tiempo, habiendo expulsado Jesús a un demonio, algunos de entre la multitud dijeron: «Por arte de Belzebú, el príncipe de los demonios, echa los demonios». Otros, para ponerlo a prueba, le pedían un signo del cielo. Él, conociendo sus pensamientos, les dijo: «Todo reino dividido contra sí mismo va a la ruina y cae casa sobre casa. Si, pues, también Satanás se ha dividido contra sí mismo, ¿cómo se mantendrá su reino? Pues vosotros decís que yo echo los demonios con el poder de Belzebú. Pero, si yo echo los demonios con el poder de Belzebú, vuestros hijos, ¿por arte de quién los echan? Por eso, ellos mismos serán vuestros jueces. Pero, si yo echo los demonios con el dedo de Dios, entonces es que el reino de Dios ha llegado a vosotros. Cuando un hombre fuerte y bien armado guarda su palacio, sus bienes están seguros, pero, cuando otro más fuerte lo asalta y lo vence, le quita las armas de que se fiaba y reparte su botín. El que no está conmigo está contra mí; el que no recoge conmigo desparrama. Cuando el espíritu inmundo sale de un hombre, da vueltas por lugares áridos, buscando un sitio para descansar, y, al no encontrarlo, dice: «Volveré a mi casa de donde salí». Al volver se la encuentra barrida y arreglada. Entonces va y toma otros siete espíritus peores que él, y se mete a vivir allí. Y el final de aquel hombre resulta peor que el principio».

Palabra del Señor

Reflexión

Como comentario a este Evangelio, para huir de toda lectura o interpretación del mismo que niegue la existencia de los demonios, puede ilustrarnos releer algunos fragmentos de la audiencia general del Papa Pablo VI del 15 de noviembre de 1972:

«¿Cuáles son hoy las necesidades mayores de la Iglesia? No os suene como simplista, o justamente como supersticiosa e irreal nuestra respuesta; una de las necesidades mayores es la defensa de aquel mal que llamamos Demonio. […]

¿Y no vemos cuánto mal existe en el mundo? ¿Especialmente cuánto mal moral, es decir, simultáneo, si bien de distinta forma, contra el hombre y contra Dios? ¿No es este acaso un triste espectáculo, un misterio inexplicable? ¿Y no somos nosotros, justamente nosotros, seguidores del Verbo y cantores del Bien, nosotros creyentes, los más sensibles, los más turbados por la observación y la experiencia del mal? Lo encontramos en el reino de la naturaleza, en el que sus innumerables manifestaciones nos parece que delatan un desorden. Después lo encontramos en el ámbito humano, donde hallamos la debilidad, la fragilidad, el dolor, la muerte; y algo peor, una doble ley opuesta: una que desearía el bien, y otra, en cambio, orientada al mal […]. Encontramos el pecado, perversión de la libertad humana, y causa profunda de la muerte, porque es separación de Dios fuente de la vida (Rm 5, 12); y además, a su vez, ocasión y efecto de una intervención en nosotros y en el mundo de un agente oscuro y enemigo, el Demonio.

El mal no es solamente una deficiencia, sino una eficiencia, un ser vivo, espiritual, pervertido y perversor. Terrible realidad. Misteriosa y pavorosa. Se sale del cuadro de la enseñanza bíblica y eclesiástica quien se niega a reconocer su existencia; o bien quien hace de ella un principio que existe por sí y que no tiene, como cualquier otra criatura, su origen en Dios; o bien la explica como una pseudorrealidad, una personificación conceptual y fantástica de las causas desconocidas de nuestras desgracias. […]

Y que se trata no de un solo Demonio, sino de muchos, diversos pasajes evangélicos nos lo indican (cf Lc 11, 21; Mc 5, 9); pero uno es el principal: Satanás, que quiere decir el adversario, el enemigo; y con él muchos, todos criaturas de Dios, pero caídas –porque fueron rebeldes– y condenadas; todo un mundo misterioso, revuelto por un drama desgraciadísimo, del que conocemos muy poco.

Conocemos, sin embargo, muchas cosas de este mundo diabólico que afectan a nuestra vida y a toda la historia humana. El Demonio está en el origen de la primera desgracia de la humanidad; él fue el tentador engañoso y fatal del primer pecado, el pecado original (cf Gn 3; Sab 1, 24). Por aquella caída de Adán, el Demonio adquirió un cierto dominio sobre el hombre, del que solo la redención de Cristo nos pudo liberar. Es una historia que sigue todavía: recordemos los exorcismos del bautismo y las frecuentes alusiones de la Sagrada Escritura y de la liturgia a la agresiva y opresora “potestad de las tinieblas” (cf Lc 22, 53; Col 1, 13). Es el enemigo número uno, es el tentador por excelencia. Sabemos también que este ser oscuro y perturbador existe de verdad y que con alevosa astucia actúa todavía; es el enemigo oculto que siembra errores e infortunios en la historia humana. Debemos recordar la parábola reveladora de la buena semilla y de la cizaña, síntesis y explicación de la falta de lógica que parece presidir nuestras sorprendentes vicisitudes: “Inimicus homo hoc fecit” (Mt 13, 28). El hombre enemigo hizo esto. Él es “el homicida desde el principio… y padre de toda mentira”, como lo define Cristo (cf Jn 8, 44s); es el insidiador sofístico del equilibrio moral del hombre. Es el pérfido y astuto encantador, que sabe insinuarse en nosotros por medio de los sentidos, de la fantasía, de la concupiscencia, de la lógica utópica, o de los desordenados contactos sociales en el juego de nuestro actuar, para introducir en él desviaciones, tanto más nocivas cuanto que en apariencia son conformes a nuestras estructuras físicas o psíquicas o a nuestras instintivas y profundas aspiraciones.

Este capítulo sobre el Demonio y sobre la influencia que puede ejercer, tanto en cada una de las personas como en comunidades, sociedades enteras o acontecimientos, sería un capítulo muy importante de la doctrina católica que debería estudiarse de nuevo, mientras que hoy se le presta poca atención. […] ¿Existen señales, y cuáles, de la presencia de la acción diabólica? ¿Y cuáles son los medios de defensa contra un peligro tan insidioso?

La respuesta a la primera pregunta impone mucha cautela, si bien las señales del Maligno parecen hacerse evidentes (cf Tert. Apo., 23). Podremos suponer su acción siniestra allí donde la mentira se afirma hipócrita y poderosa contra la verdad evidente; donde el amor es eliminado por un egoísmo frío y cruel; donde el nombre de Cristo es impugnado con odio consciente y rebelde (cf 1Co 16, 22; 12, 3); donde el espíritu del Evangelio es mistificado y desmentido; donde la desesperación se afirma como la última palabra, etc. Pero es una diagnosis demasiado amplia y difícil, que ahora no pretendemos profundizar y autenticar, no carente sin embargo para todos de dramático interés, a la que también la literatura moderna ha dedicado páginas famosas. El problema del mal sigue siendo uno de los mayores y permanentes problemas para el espíritu humano, incluso tras la victoriosa respuesta que da el mismo Jesucristo. “Sabemos, escribe el evangelista san Juan, que somos (nacidos) de Dios, y que todo el mundo está puesto bajo el Maligno” (1Jn 5, 19).

A la otra pregunta sobre qué defensa, qué remedio oponer a la acción del Demonio, la respuesta es más fácil de formular, si bien sigue difícil actualizarla. Podremos decir que todo lo que nos defienda del pecado nos defiende por ello mismo del enemigo invisible. La gracia es la defensa decisiva. La inocencia adquiere un aspecto de fortaleza. Y asimismo cada uno recuerda hasta qué punto la pedagogía apostólica ha simbolizado en la armadura de un soldado las virtudes que pueden hacer invulnerable al cristiano (cf Rm 13, 12; Ef 5, 11; 1Ts 5, 8). El cristiano debe ser militante; debe ser vigilante y fuerte (1P 5, 8); y debe a veces recurrir a algún ejercicio ascético especial para alejar ciertas incursiones diabólicas. Jesús lo enseña indicando el remedio “en la oración y en el ayuno” (Mc 9, 29). Y el apóstol sugiere la línea maestra a seguir: “No os dejéis vencer por el mal, sino venced al mal con el bien” (Rm 12, 21; Mt 13, 29).

Con el conocimiento, por ello, de las presentes adversidades en que se encuentran hoy las almas, la Iglesia y el mundo, trataremos de dar sentido y eficacia a la acostumbrada invocación de nuestra oración principal: “Padre nuestro…, ¡líbranos del mal!”».

Los demonios, pues, existen, y son más fuerte que nosotros. Pero Cristo, el Señor, es más fuerte que los demonios.

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