combate espiritual

Combate espiritual III

En pie y ceñidos

Retomamos el texto de Efesios…

Por lo demás, buscad vuestra fuerza en el Señor y en su invencible poder. Poneos las armas de Dios, para poder afrontar las asechanzas del diablo, porque nuestra lucha no es contra hombres de carne y hueso sino contra los principados, contra las potestades, contra los dominadores de este mundo de tinieblas, contra los espíritus malignos del aire. Por eso, tomad las armas de Dios para poder resistir en el día malo y manteneros firmes después de haber superado todas las pruebas. Estad firmes; ceñid la cintura con la verdad, y revestid la coraza de la justicia; calzad los pies con la prontitud para el evangelio de la paz. Embrazad el escudo de la fe, donde se apagarán las flechas incendiarias del maligno.  Poneos el casco de la salvación y empuñad la espada del Espíritu que es la palabra de Dios. Siempre en oración y súplica, orad en toda ocasión en el Espíritu, velando juntos con constancia, y suplicando por todos los santos. (Ef 6, 10-18)

El cristiano combate, pues, la buena batalla de Dios, pero no de cualquier modo, sino “buscando nuestra fuerza en el Señor”. Esta disposición radical y primordial –‍configura todo el combate‍– nos aleja de toda pretensión pelagiana y nos hace combatir con una firme confianza, ya que su poder “es invencible”.

Con esta disposición, san Pablo nos exhorta a empuñar “las armas de Dios”, precediendo su enumeración con un imperativo: «Estad firmes». Parece una postura “estática”, pero “estar en pie” es la posición del soldado, del centinela que vigila lo que ocurre fuera, no centrado en sí mismo, no descansando. Estar firme, estar de pie, es también el imperativo que Cristo dirige tantas veces en el Evangelio a los postrados y paralíticos: «Pues, para que veáis que el Hijo del hombre tiene potestad en la tierra para perdonar pecados –entonces dice al paralítico–: “Ponte en pie, coge tu camilla y vete a tu casa”». Se puso en pie y se fue a su casa» (Mt 9, 6s); «El niño se quedó como un cadáver, de modo que muchos decían que estaba muerto. Pero Jesús lo levantó cogiéndolo de la mano y el niño se puso en pie» (Mc 9, 26s). Por eso, “estar firme” es la postura del vivo, del resucitado, del cristiano. De María al pie de la cruz. Es vivir con una fuerza que viene de lo Alto.

Tras esta disposición, las armas. La primera que enumera san Pablo es “la verdad”, que debe “ceñirse en la cintura”, como un cinturón. Es cuanto menos llamativo. Nuestro Señor también lo dijo en el Evangelio con similar expresión: «Tened ceñida vuestra cintura y encendidas las lámparas. Vosotros estad como los hombres que aguardan a que su señor vuelva de la boda, para abrirle apenas venga y llame. Bienaventurados aquellos criados a quienes el señor, al llegar, los encuentre en vela; en verdad os digo que se ceñirá, los hará sentar a la mesa y, acercándose, les irá sirviendo» (Lc 12,35-37). ¿Por qué hablan así el Señor y san Pablo?, ¿qué quieren decir?

En la Escritura, en general, “estar ceñido” es estar preparado, bien sea para partir, para servir, para luchar… Es también ser dueño de uno mismo, condición indispensable para la lucha y para el servicio.  ¿Por qué “la cintura”? Literalmente, el texto bíblico dice “los riñones” o “los lomos”. Éstos son la sede de los sentimientos, la “visceralidad”, el lugar de las intuiciones íntimas, el de nuestras fuerzas volitivas e irascibles. Éstas, si no están ordenadas, son prácticamente la fuerza motriz oculta de nuestras decisiones; fuerza a la que, rendida, obedece la razón. Es lo que ocurre cuando no somos dueños de nosotros mismos: nos mueven escondidas pasiones que justificamos a posteriori. Por eso, si ese yo profundo no es conocido y dominado, si no se vive una transformación al nivel “de los riñones”, la persona, en el fondo, no cambia ni es dueña de sí misma. Para eso hay que ceñirse la cintura, si no la batalla ya está perdida de antemano. Y hacerlo con la verdad.

Profundicemos un poco más, apoyándonos en san Pedro, que también emplea esta expresión: «Por eso, ceñidos los lomos de vuestra mente y, manteniéndoos sobrios, confiad plenamente en la gracia que se os dará en la revelación de Jesucristo. Como hijos obedientes, no os amoldéis a las aspiraciones que teníais antes, en los días de vuestra ignorancia. Al contrario, lo mismo que es santo el que os llamó, sed santos también vosotros en toda vuestra conducta, porque está escrito: Seréis santos, porque yo soy santo» (1Pe 1, 13-16).

San Pedro nos orienta al vincular “ceñirse los lomos de la mente” con ese “manteniéndoos sobrios” (modo concreto de “ceñirse los lomos de la mente”). Es así, manteniéndonos sobrios que nos disponemos bien para confiar en la Gracia, no amoldándonos a las “aspiraciones” que teníamos antes sino a la voluntad de Dios. Se trata pues, de amoldarnos a Dios y no al mundo, para eso necesitamos sí, la gracia de Dios, y que estemos bien dispuestos, con las aspiraciones ceñidas.

Es precisamente ese mundo de aspiraciones (las fuerzas que brotan desordenadas de nuestros riñones), el que debe estar ceñidos… “Ceñido” no significa “coartado”, “anulado”, “extirpado”, “ahogado”, etc… Significa “sujeto y ordenado”, más aún, fortalecido con una ayuda externa, con una verdad que no me doy a mí mismo; “recogido” para ser más eficaz, como los cinturones que se usan para poder cargar más peso.

Y ¿de qué cinturón se trata? “La verdad”. La verdad es la ley (natural y revelada) de Dios, que ordena y sitúa todo nuestro mundo pasional, haciéndolo así valioso y fecundo. “Ceñido” y “verdad” remiten así a las grandes virtudes de la prudencia (por la que percibo la verdad lo más nítidamente posible, haciéndome disponible a ella) y la templanza (por la que ordeno mi mundo interior en base a la verdad). La verdad, la realidad… de lo que Dios quiere, de lo que soy, de mi estado de vida, de la situación concreta que me pide algo en base a la justicia y al amor… las personas que me rodean… de lo que significa objetivamente el mundo afectivo… Todas estas realidades son el ceñidor que recoge mi mundo interior haciéndolo útil, disponible, valioso. La verdad, pues, es la que libera mis pasiones y me libera a mí de su tiranía, para no ser esclavo de las mismas, sino que ellas sirvan al fin para el que se nos han dado.

Pidamos, pues, a Dios que nos conceda comenzar nuestro combate “en pie” y “con la cintura ceñida por la verdad”, a ejemplo de María Santísima, guerrera de Dios, siempre atenta a la voluntad de su Hijo, dispuesta a obedecer, dueña de sí misma para poder responder a cada instante: Hágase.

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