27 y 29 junio

Reflexión jueves 29 de junio Solemnidad San Pedro y San Pablo

Lectura del santo evangelio según san Mateo (Mt 16, 13-19):

En aquel tiempo, al llegar a la región de Cesarea de Filipo, Jesús preguntó a sus discípulos: «¿Quién dice la gente que es el Hijo del hombre?». Ellos contestaron: «Unos que Juan Bautista, otros que Elías, otros que Jeremías o uno de los profetas.»

Él les preguntó: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». Simón Pedro tomó la palabra y dijo: «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo.»

Jesús le respondió: «¡Dichoso tú, Simón, hijo de Jonás! porque eso no te lo ha revelado nadie de carne y hueso, sino mi Padre que está en el cielo. Ahora te digo yo: tú eres Pedro, y sobre esta piedra edificaré mi Iglesia, y el poder del infierno no la derrotará. Te daré las llaves del reino de los cielos; lo que ates en la tierra quedará atado en el cielo, y lo que desates en la tierra quedará desatado en el cielo.»

Palabra del Señor

Reflexión:

            Todos conocéis la leyenda que atribuye la fundación de la ciudad de Roma a dos hermanos gemelos, abandonados a su suerte en el río Tíber por quien tenía que ser su asesino y que acaban siendo cuidados y alimentados, primero, por una loba, y después por un pastor: Rómulo y Remo.

Sin duda alguna, esta leyenda contribuyó al hecho de que los cristianos de Roma dieran culto a la par a los apóstoles Pedro y Pablo y estos se convirtieran muy pronto en los patronos de la gran urbe. Era una especie de réplica fundacional de la nueva civilización cristiana frente a aquella pareja mítica de hermanos.

Como es lógico, repartidas por toda la ciudad, en murallas e iglesias uno puede encontrar esculturas o cuadros de Pedro y Pablo, la mayoría de las veces con el distintivo típico de ambos: las llaves del cielo en las manos de Pedro y la espada en la de Pablo, recordando el instrumento de su martirio (fue decapitado).

A mí, sin embargo, me gusta el modo en el que representó a ambos apóstoles el genial Caravaggio en el interior de una pequeña capilla de la basílica de Santa Maria del Popolo. Los pintores del barroco huían de la representación estática y gustaban de escoger para sus obras momentos especialmente dramáticos, cargados de tensión y de significado en la vida de sus protagonistas. Caravaggio escogió, para san Pablo, el instante de su conversión mientras iba de camino a Damasco: cegado por una fuerte luz, que lo tira al suelo, escucha una voz que dice: «Saulo, Saulo, porque me persigues»; y, para san Pedro, su martirio, el momento preciso en que está siendo levantado boca abajo sobre la cruz. Según la tradición el mismo Pedro pidió morir así, porque se consideraba indigno de hacerlo del mismo modo que su Maestro y Señor.

Ambas escenas, conversión y martirio, son como los extremos de un arco que encierra el dinamismo propio de toda vida apostólica y cristiana: por un lado, su comienzo a través de un encuentro con la persona Cristo que lo cambia todo, que te hace ver la vida con ojos nuevos y te abre un horizonte insospechado; y, por otro lado, el momento final de una vida marcada por la fidelidad que está dispuesta a recibir incluso el martirio, siguiendo el ejemplo de entrega y amor de Jesucristo.

Con esta disposición se pone de relieve que toda la vida cristiana está marcada por la persona de Cristo, presente además en el sagrario de la capilla. El texto del evangelio nos lo recuerda a través de aquella pregunta que Cristo dirigió a los apóstoles en Cesarea de Filipo: «Y vosotros, ¿quién decís que soy yo?». «Tú eres el Mesías, el Hijo de Dios vivo». Esta es la verdad decisiva que rasga el velo de la historia humana y que cambió la vida de Pedro y de Pablo; de todos y cada uno de nosotros.

  • Volvamos a la leyenda de Rómulo y Remo. Si la conocéis bien, sabréis que la fundación de la ciudad de Roma acabó en fratricidio. Rómulo mató a su hermano cuando este le desafío cruzando los límites territoriales de la urbe establecidos por el primero.

Un sanguinario origen, frente al que Pedro y Pablo se presentan como la encarnación de una nueva y verdadera forma de fraternidad que se ha hecho posible mediante el Evangelio de Jesucristo[1], aunando en una misma familia a los hombres y mujeres de los cuatro puntos cardinales del orbe terrestre.

Una fraternidad que no es de ángeles, sino de personas con sus caracteres y fragilidades: Pedro y Pablo fueron muy distintos entre sí y su convivencia no estuvo exenta de conflictos. La fraternidad cristiana se asienta en una fuerza muy concreta: la oración de unos por otros en comunión con Cristo. La primera lectura es especialmente significativa a este respecto ya que narra la liberación de la cárcel del apóstol Pedro la noche de Pascua, gracias a la insistente oración de intercesión de toda la Iglesia.

La oración es la que hace posible la fraternidad en el seno de la familia, de la comunidad y de la Iglesia. Sin ella, fácilmente nos hacemos daños y acabamos de un modo u otro en el fratricidio. Es necesario que el esposo rece por la esposa y viceversa, que los padres recen por los hijos y estos por los padres, los abuelos por los nietos y los nietos por el abuelo, el párroco por sus feligreses y los feligreses por el párroco, todos por el Papa, etc.

Cuando estaba en el seminario un compañero de Lérida me contaba con orgullo la siguiente anécdota: Habían asistido él y su madre a una misa presidida por el obispo, a quien conocían personalmente. Al acabar la celebración se encontraron con él y la madre dijo al obispo: “Señor, obispo, rezo por usted”. El obispo contestó: “De ti me lo creo”. Un hermoso piropo que ojalá pudieran decir de nosotros, que tantas veces ofrecemos una oración que no llega a concretarse o en la que no perduramos más de dos días.

Le pedimos a Dios que “refunde” nuestro corazón y lo haga realmente fraterno. Así sea.

[1] Cf. J. Ratzinger, Imágenes de la esperanza. Itinerarios por el año litúrgico, Madrid 1998, p. 28.

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